El economista Charles Tiebout introdujo a mediados del siglo XX el concepto de “votar con los pies”. Con esta expresión, el estadounidense se refería a las decisiones que toman las familias a la hora de fijar su lugar de residencia, atendiendo a criterios tan dispares como las oportunidades económicas o la calidad de vida.
Las ideas de Tiebout casan a la perfección con la realidad. Las migraciones, tanto en clave nacional como en la esfera internacional, han sido un fenómeno constante a lo largo de la historia de la humanidad, pero su importancia ha aumentado durante las últimas décadas, al calor de la globalización económica y de la revolución del transporte.
Según los datos de la ONU, no hay ningún país que haya acogido a tanta población llegada del extranjero como Estados Unidos. Hablamos de más de 46 millones de personas, lo que equivale al 19,8% de los emigrantes del mundo. Por detrás aparecen Alemania, Rusia, Arabia Saudí, Canadá, Emiratos Árabes, Francia, Reino Unido, Australia o España, con tasas más reducidas que suponen entre el 2,8% y el 4,9% de la población mundial que reside fuera de su país de nacimiento.
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En total, la ONU estimó en 2013 que el 3,3% de los habitantes del planeta son emigrantes, lo que supone más de 240 millones de personas residiendo en el extranjero. En América Latina, solo cinco países se colocan por encima de dicho porcentaje: Costa Rica (8,7%), Panamá (4,7%), Argentina (4,6%), Venezuela (3,9%) y República Dominicana. Por debajo figuran Paraguay, Chile y Uruguay, cuyas tasas son inferiores al promedio global (del 2,3% al 2,8%).
A continuación nos topamos con Ecuador, Bolivia, Brasil, México, Nicaragua o El Salvador, cuyos niveles de población llegada del extranjero son aún más bajos (del 0,6% al 2,2%). La palma se la llevan Guatemala, Honduras, Colombia y Perú, donde menos del 0,5% de la población ha llegado de otros países. Y, por descontado, Cuba aparece en la última posición, con apenas un 0,1% de residentes venidos del resto del mundo.
Pero, al mismo tiempo, hay millones de latinoamericanos han hecho las maletas y han optado por labrarse su futuro en otras regiones del mundo. El grueso de estos flujos migratorios recala en Estados Unidos, donde el censo estima que hay 55 millones de ascendencia hispana. También hay una gran diáspora latinoamericana en Europa, concentrada principalmente en España, que hoy sigue haciendo de “madre patria” para millones de personas nacidas al otro lado del Atlántico.
A menudo, los patrones migratorios confirman que los países ricos “ganan” población, mientras que las economías que se estancan “pierden” habitantes. Pero los lazos no se rompen y, de hecho, millones de personas que logran salir adelante en el extranjero se aseguran de enviar parte de sus ahorros a su país de origen. Son las llamadas “remesas”, que cada año ascienden a 600.000 millones de dólares, según el Banco Mundial. De dicha cantidad, 450.000 millones corresponden a envíos que parten del mundo rico y terminan en algún país en vías de desarrollo.
Por comparación, la “ayuda al desarrollo” que consignan los gobiernos de la OCDE para luchar contra la pobreza asciende a 135.000 millones por ejercicio. Hablamos de una cifra mucho más baja que, además, no refleja transferencias directas entre personas, sino que responde principalmente a pagos entre gobiernos. Esto abre la puerta a frecuentes episodios de corrupción o despilfarro, tal y como han denunciado autores como Dambisa Moyo, Bill Easterly o Chris Coyne.
Al mismo tiempo, los patrones migratorios no se mantienen inalterados. España, por ejemplo, ha aumentado significativamente su población extranjera, pero ha vivido su reducción durante la profunda crisis económica que atravesó entre 2008 y 2014. Otro caso significativo es Venezuela, que históricamente ha venido siendo un país atractivo para los migrantes, pero que hoy sufre el éxodo de miles de ciudadanos que desean escapar del desastre del socialismo bolivariano.