El pasado 15 de junio, España celebró el cuarenta aniversario de sus primeras elecciones democráticas. Tras la desastrosa II República y el largo período de autoritarismo que supuso el franquismo, el país ibérico elegía en libertad a sus gobernantes y empezaba a sentar las bases de una historia de éxito.
En cierto modo, los comicios de 1977 son el penúltimo hito del período conocido como la Transición Española. Desde 1975, con la muerte del general Franco, el rey Juan Carlos I de Borbón encabeza un generoso esfuerzo de diálogo y de concordia que consolida un nuevo marco político volcado en asegurar el pluralismo y la democratización.
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Quizá el primer paso fue impulsar el Proyecto de Ley para la Reforma Política, que salió de las Cortes con el apoyo del 81% de los procuradores y, a continuación, fue aprobada en referéndum por el 94% de los españoles. Como se decía entonces, el objetivo de este instrumento político era “avanzar hacia la democracia de la ley a la ley, a través de la ley”. De forma explícita, y con el firme liderazgo del monarca Juan Carlos, España empezaba a hilar una evolución pacífica, tranquila, ordenada y sensata, en aras de alcanzar una democracia con las bases más anchas posibles.
El siguiente paso fue la celebración de las elecciones de 1977, de las que se acaban de cumplir cuarenta años. Las votaciones contaron con una amplia participación del 78% y arrojaron un mandato claro de reforma y moderación. Así, los candidatos más centristas de la derecha y la izquierda (Adolfo Suárez y Felipe González) se convirtieron, respectivamente, en presidente del gobierno y líder de la oposición.
Las nuevas Cortes democráticas abrieron el camino para la redacción de una nueva Constitución. Con la Carta Magna de 1978 llegaba otro nuevo paso hacia la libertad política plena. Según indica el primer artículo de la Ley Fundamental, España quedaba establecida como un “Estado social y democrático de derecho, que propugna como valores superiores del ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”. La Constitución de 1978 confirmaba la monarquía parlamentaria como forma de gobierno y reafirmaba el principio de la soberanía nacional residente en el pueblo. Además, la Carta Magna establecía una de las organizaciones territoriales más descentralizadas del mundo. El referéndum constitucional validó la reforma con un voto favorable del 91% que servía para dar por concluida la Transición Española y abrir un proceso de normalidad democrática que ya ha durado cuarenta años.
El marco institucional español dista mucho de ser perfecto, pero ha logrado colocarse entre los más sólidos del mundo. En clave de seguridad, la amenaza terrorista de ETA ha sido derrotada con la ley en la mano y las tasas de criminalidad se sitúan entre las más bajas del mundo. En clave económica, el PIB per cápita ha pasado de US$ 3.200 a 25.800 y, pese a la Gran Recesión, España se ha consolidado como uno de los países más prósperos del mundo. En clave social, la calidad de vida del país ibérico está avalada por todos los indicadores de desarrollo humano.
Las últimas cuatro décadas también han servido, eso sí, para sacar a la luz las enfermedades crónicas del sistema político español. Por un lado está la lentitud de la Justicia, que está enquistado las investigaciones sobre corrupción y generando una creciente frustración entre los ciudadanos. Por otro lado, están las tensiones territoriales, que han ido a menos en País Vasco pero han cobrado fuerza en Cataluña. Finalmente, el excesivo radicalismo exhibido por la izquierda política y social en los últimos años ha terminado dando como fruto la irrupción de Podemos y el giro del PSOE hacia postulados alejados del centro político.
Pero, con todo, la experiencia de los últimos cuarenta años ha sido satisfactoria y, en consecuencia, debe ser valorada como un ejemplo a seguir por aquellos países que buscan transformar sus instituciones y asentar las bases para un modelo efectivo de democracia y prosperidad.