Hace apenas medio año, los inversores más pesimistas temían que la economía europea entrase en crisis en 2017. Había razones de peso para pensar que el ruido político podía descarrilar las débiles tasas de crecimiento del Viejo Continente, especialmente a raíz la incertidumbre que han introducido en los mercados el auge del populismo y el referéndum del Brexit.
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Sin embargo, ninguna de esas preocupaciones se ha materializado hasta la fecha. Grecia sigue en una situación precaria, pero el gobierno de Syriza es cada vez más impopular y los inversores esperan un giro hacia el reformismo liberal en las próximas elecciones.
En España, el gobierno de Mariano Rajoy ha logrado aprobar los presupuestos generales, un paso clave para extender una legislatura que, de lo contrario, podría haber concluido abruptamente. Si viajamos a Portugal vemos que el pacto de izquierdas que lidera António Costa ha dejado atrás su discurso antiausteridad y ha cumplido con todos los compromisos fijados por Bruselas.
En Francia, el temido auge de la ultraderecha ha sido contenido por el imparable ascenso del nuevo presidente Emmanuel Macron. Holanda vivió algo similar hace algunos meses, cuando el primer ministro Mark Rutte obtuvo una cómoda reelección, frenando las expectativas del controvertido Geert Wilders. Y, en Alemania, las encuestas otorgan a la CDU de Angela Merkel un liderazgo claro de cara a las elecciones generales que se celebrarán en la segunda mitad del año.
Pero, conforme se reduce la ansiedad en torno al riesgo político en Grecia, España, Portugal, Francia, Holanda o Alemania, los inversores van desplazando el foco hacia Italia. El país transalpino ha esquivado los gravísimos escenarios recesivos que se han dado en otras economías del Mediterráneo, pero años de estancamiento empiezan a pasar factura, sobre todo ahora que el resto de Europa comienza a levantar cabeza.
En el primer trimestre del año, Italia creció a un ritmo anémico de apenas el 0,1 %, cinco veces menos que el 0,5 % observado en la Eurozona. En tasa anual, la evolución no es mucho mejor y el 2016 cerró con una tasa de expansión del PIB inferior al 1 %. Pero no estamos ante un enfriamiento puntual, sino ante el resultado de años de mediocridad económica.
Según Bank of America Merrill Lynch, Italia ha dejado en esta crisis el 7 % de su PIB, el 12 % de su ingreso medio y el 20 % de su producción industrial. Peor aún, el Fondo Monetario Internacional (FMI) apunta que el país transalpino necesitará una década para corregir esas caídas y recuperar la riqueza alcanzada hace ahora una década.
Un obstáculo para la recuperación italiana es la extrema fragilidad de su sistema financiero, que acumula más de 250.000 millones de euros en préstamos de dudoso cobro. De esa cifra, alrededor de 150.000 millones están anotados como pérdidas casi seguras, mientras que el resto obedece a escenarios ligeramente menos negativos, pero igualmente complejos. En resumen, un cuadro de morosidad insoportable que ha puesto la lupa sobre los deteriorados balances del sector bancario.
Y aquí entra en juego el factor político. Al contrario de lo ocurrido en el resto de Europa, las dudas en este terreno han ido a más durante el último año. La dimisión del primer ministro Matteo Renzi, el auge del populista Beppe Grillo y la fragmentación del centro-derecha arrojan un panorama de lo más complejo. Aún queda un año para la cita con las urnas, pero las próximas elecciones municipales, previstas para junio, pueden empezar a despejar la incógnita.