Hablar de pleno empleo parece utópico en América Latina, a raíz del elevado peso que tiene el trabajo informal. Incluso en los países de la OCDE resulta difícil encontrar casos en los que la tasa de paro sea inferior al 5 %. Por eso merece la pena fijarse en el modelo alemán.
Los últimos datos que acaban de publicarse apuntan a que el país que gobierna Angela Merkel creó cerca de 300.000 nuevos puestos de trabajo a lo largo del 2016. Mientras Francia registra un paro del 10 %, la locomotora de Europa cosecha un nivel de desempleo cercano al 4 %.
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Las reformas que han hecho posible este logro fueron desarrolladas entre los años 2002 y 2006. Por aquel entonces, el paro estaba creciendo de manera lenta pero imparable, pasando del 8 % a niveles superiores al 11 %. Las cifras reales eran aún peores: si se contabilizaba a desempleados que estaban apuntados a cursos de formación, el paro era del 14 %.
Pese al éxito político que supuso la reunificación de Alemania, la miseria económica que supuso el comunismo para la mitad Este del país se convirtió en un lastre para el empleo y el crecimiento. Para abordar esta cuestión, el gobierno socialdemócrata de Gerhard Schroeder se puso en contacto con Peter Hartz, el director de Recursos Humanos de una de las empresas más importantes de Alemania: Volkswagen. Hartz se encargó de liderar una comisión de trabajo en la que estaban presentes quince expertos, muchos de ellos con un amplio bagaje en el sector privado.
A menudo vemos que los programas de empleo que impulsan los gobiernos están en manos de burócratas que jamás han creado un puesto de trabajo. Alemania quiso evitar este error y confió el diseño de su reforma laboral a personas con una amplia trayectoria en el campo de la creación y el afianzamiento del empleo.
En apenas medio año, Hartz y sus quince asesores habían presentado un informe al gobierno alemán, de manera que sus recomendaciones empezaron a aplicarse entre 2003 y 2006. ¿Qué medidas se tomaron?
Para empezar, se abordó el problema del descontrol en los subsidios de desempleo. Las ayudas para quienes perdían su trabajo pagaban el 70 % del último sueldo durante más de 30 meses. Una vez agotada esa prestación, se concedía otra que equivalía al 60 % del sueldo anterior y que no tenía límite de tiempo. Esto explicaba por qué muchos alemanes preferían quedarse en casa cobrando del Estado antes que levantarse todos los días e ir a su puesto de trabajo.
A raíz de la reforma Hartz, se endurecieron notablemente las condiciones de cobro del subsidio de paro: se limitó la posibilidad de rechazar ofertas de empleo, se redujo la cuantía entregada a los desempleados, se recortó la duración temporal de estas ayudas, se endurecieron los requisitos que dan derecho a cobrar estas prestaciones… Todo esto atajaba de raíz los incentivos perversos que favorecían el no trabajo.
La Comisión Hartz también impulsó diversas rebajas fiscales. Se recortó el IRPF y se aprobaron reducciones varias en las cotizaciones sociales. Esto tuvo dos efectos positivos: las empresas podían contratar a menor coste y los trabajadores aumentaban su renta disponible.
Además, las reformas aplicadas en Alemania simplificaron la burocracia ligada a la búsqueda de empleo y ofrecieron a los trabajadores un “cheque de formación”, para que fuesen los mismos ciudadanos los que eligiesen qué cursos de preparación querían recibir de cara a reciclarse profesionalmente.
La combinación de todas estas reformas ha logrado llevar a Alemania hacia una situación mucho más favorable, con una tasa de paro del 4 % y un superávit fiscal del 0,8 % del producto interno bruto (PIB). En una Europa afectada por el desempleo y los problemas presupuestarios, Alemania se convierte en un referente de sensatez gracias al liberalismo moderado y pragmático de sus dirigentes.