Desde el año 2007, las encuestas de la Comisión Europea miden el grado de optimismo o pesimismo de los ciudadanos del Viejo Continente. Analizando a primera vista los datos, parece claro que la visión de futuro de los europeos sigue manteniendo un tono optimista.
Sin embargo, también es cierto que la tendencia observada en los diez últimos años apunta a un claro retroceso del optimismo y un fuerte auge del pesimismo. En 2007, el 67% de los ciudadanos se mostraba “muy optimista” o “más bien optimista” ante el rumbo de la Unión Europea, pero ese porcentaje ha caído al 50% en 2016. Por otro lado, el número de personas que se muestra “más bien pesimista” o “muy pesimista” ha subido fuertemente, pasando del 24% al 44% entre 2007 y 2016.
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La clave: el frenazo en el crecimiento de los sueldos
La consultora McKinsey ha analizado esta deriva centrándose en la evolución de los salarios. Su conclusión es demoledora: en las 25 economías más desarrollas del mundo, muchas de las cuales están en Europa, entre el 65% y el 70% de la población ha visto caer su ingreso disponible entre 2005 y 2014.
En Italia, este retroceso ha sido tan pronunciado que el 97% de la población ha perdido poder adquisitivo durante la última década. Igualmente preocupantes son los datos para Reino Unido (-70%), Holanda (-70%) o Francia (-63%). No hablamos, por tanto, de un fenómeno aislado, ya que en Estados Unidos también se ha dado un retroceso significativo, pero el caso europeo resulta especialmente preocupante, debido a sus sombrías perspectivas de futuro en clave de crecimiento económico y demográfico.
¿Y ahora, qué?
Desde la izquierda, el debate sobre estas cuestiones se centra en hablar sobre la desigualdad, convertida en una especie de comodín que sirve para zanjar cualquier debate. Pero, como explica el empresario y autor Ed Conard en su libro Unintended consequences, centrarse en promover el igualitarismo puede acabar teniendo efectos muy negativos para las clases medias y bajas.
Conard, todo un gurú del capital riesgo, tiene claro que lo último que necesitamos es tumbar los incentivos que animan al riesgo y al emprendimiento. Si perseguimos al que se enriquece, ¿quién va a crear las empresas y los puestos de trabajo que necesitamos para salir del estancamiento? El enfoque, en su opinión, debe ser muy distinto: hay que sentar las bases para impulsar el emprendimiento y la innovación como catalizadores de la creación de empleo.
Pero, incluso con un boom de emprendimiento e innovación capaz de relanzar el empleo, seguiremos enfrentando retos significativos. Por un lado está la incorporación de miles de millones de trabajadores a la economía global, una gran noticia en términos de reducción de la pobreza pero todo un desafío para las clases medias de Occidente. Por otro lado está la aceleración de los cambios tecnológicos en diversos sectores e industrias, que obligan a repensar la educación y el funcionamiento de los mercados laborales. Y a todo lo anterior hay que añadirle otros factores de riesgo: la fragilidad del sistema financiero, los problemas de sostenibilidad fiscal de los países que han desarrollado un Estado del Bienestar de máximos, etc.
Ante un panorama tan complejo, resulta decepcionante comprobar que el liderazgo político brilla por su ausencia y la mayoría de dirigentes europeos miran hacia otro lado a la hora de afrontar los retos de largo plazo. En una economía menos dinámica, el coste del estancamiento habría sido menor, pero en un contexto tan flexible y cambiante como el actual, un frenazo como el que estamos sufriendo tendrá consecuencias nefastas si no se corrige con urgencia y decisión.