
Días antes de que Evo Morales perdiera el reciente referendo en Bolivia, el cual convocó para intentar quedarse en el poder hasta el 2025, Luis Sergio Calbimonte escribió en el PanAm Post que el régimen se enfrentaba a una ciudadanía energizada y dispuesta a desplazar “a la clase política como protagonista en la campaña”.
Los ciudadanos que no querían que Morales se reeligiera por tercera vez, Calbimonte explicó, contaban con pocos recursos. Por otro lado, el Movimiento al Socialismo (MAS) de Morales se había aprovechado de su poder para suprimir a los medios de comunicación tradicionales.
Sin tener muchas otras opciones, la oposición al régimen y los votantes independientes que deseaban un cambio político en Bolivia tuvieron que recurrir a las redes sociales.
En Bolivia, sin embargo, el poder político de estas herramientas digitales no estaba comprobado. En elecciones anteriores, los políticos tradicionales utilizaron redes como Facebook y Twitter para difundir sus propuestas, pero, según Calbimonte, no lograron “provocar grandes tendencias de votos”.
Esto cambió en el 2016. Arrinconados por el Estado, los “ciudadanos comprometidos” lograron difundir sus mensajes a favor de la libertad política y en contra de la concentración del poder a través de las redes independientes. Y lo hicieron con gran éxito.
De hecho, fue tan efectivo el uso de las redes digitales por parte de la oposición que Morales, una vez vencido, las culpó de su derrota, diciendo que “la mala información difundida en ellas puede tumbar gobiernos”.
Evo inclusive llegó a sugerir que era necesario “debatir” el tema de las redes sociales —un mero eufemismo para censurarlas— ya que “están haciendo perder los valores a las nuevas generaciones”.
Con tal palabrería moralista, Evo solo intenta esconder el hecho de que quien realmente perdió fue él. Y no fue un mero revés electoral que se subsana con facilidad; su fracaso se debe a un error básico que cometió el Socialismo del Siglo XXI no solo en Bolivia, sino también en Argentina, Venezuela y a través de Latinoamérica.
A principios de la década pasada, la lógica de Hugo Chávez y sus semejantes determinaba que, con el evidente fracaso de la lucha armada guerrillera, las fuerzas revolucionarias —es decir, los políticos estatistas de izquierda— deberían acudir a las urnas para llegar al poder. Una vez instalados en los palacios presidenciales, podrían usar los ingresos del Estado — las rentas petroleras venezolanas siendo el máximo botín — para acaparar todo el apoyo popular posible por medio de dádivas y subsidios.
El apoyo masivo que obtendrían los revolucionarios les permitiría alterar las constituciones existentes cuantas veces fuera necesario para extender sus mandatos ad infinitum, ya fuera por medio de asambleas constituyentes en parlamentos dóciles o vía referendo. El único obstáculo real eran los medios de comunicación, un fortín de la supuesta oligarquía donde predominaban ideas “burguesas” como la de la libertad de la prensa.
El Socialismo del Siglo XXI, sin embargo, podría doblegar a los medios de comunicación por medio de leyes o regulaciones asfixiantes, diferentes formas de intimidación y, si fuese necesario, expropiaciones.
Con el control de todo el Estado – ejecutivo, legislativo, cortes, fuerzas armadas – y con los medios estatizados o sometidos al yugo burocrático, el Socialismo del Siglo XXI no tendría por qué temerle a la democracia. Esta, despojada de todo rastro republicano, no sería más que la tiranía de una mayoría leal a sus líderes benévolos, cuya propaganda tendría una difusión infinitamente mayor que cualquier mensaje de resistencia.
Sin duda era un plan inteligente, y durante años resultó ser invencible. Pero los socialistas, como de costumbre, no tomaron en cuenta a la innovación humana, la fuerza creativa que dinamiza a los mercados y robustece a la sociedad civil.
Por un lado, el precio del petróleo cayó precipitosamente en gran parte gracias a una nueva tecnología, el fracking, cuyos efectos redujeron abismalmente la capacidad de las chequeras chavistas.
Mientras tanto, durante la última década, Facebook pasó de ser una mera herramienta con la cual estudiantes universitarios norteamericanos medían la apariencia de sus compañeros – así se inauguró en 2003, cuando Chávez ya llevaba cuatro años en el poder – y se convirtió en una red global multilingüe, independiente de todo gobierno y con mil millones de usuarios al mes.
Twitter, por su parte, se fundó en el 2006, revolucionando de tal manera el mundo del “micro-blogging” que, seis años después, contaba con 100 millones de usuarios que subían 340 millones de mensajes al día. El año pasado, ya había 500 millones de personas — entre ellos realeza, jefes de Estado y el mismo Papa (@pontifex) — que habían decidido voluntariamente convertirse en “tuiteros”.
La coerción inherente al socialismo lo predestina al fracaso. En cuanto a la producción, las leyes económicas eventualmente se hacen sentir, como lo están haciendo actualmente en Venezuela. Pero el socialismo se puede imponer a la fuerza sobre millones de personas más fácilmente entre más jerarquizada sea la sociedad y entre menos personas tengan acceso a la información.
En otras palabras, el modelo de gobierno chavista-moralista es mucho más apto para la sociedad y la economía del siglo XX que para el siglo XXI, cuando las nuevas tecnologías y la extrema disponibilidad de información instantánea están derrumbando jerarquías por doquier.
En el pasado, los gobiernos tenían un mayor margen de maniobra para mentir sistemáticamente y para perseguir a los disidentes, por ejemplo a artistas con posturas políticas críticas. Hoy, sin embargo, el artista que cuenta con millones de seguidores en una red como Instagram y denuncia su persecución abiertamente puede hacer al ya no omnipotente gobierno represivo pasar un mal rato, como hizo la semana pasada el cantante venezolano Nacho.
Para parafrasear al Primer Ministro británico David Cameron, Evo y sus compañeros son políticos analógicos en una era digital. Son como vendedores de velas librando una fútil guerra contra los bombillos, o los neo-luditas conductores de taxis de Bogotá que piensan defender sus supuestos derechos al destruir los vehículos de quienes deciden usar Uber.
El presidente boliviano, sin embargo, tiene razón en algo: las redes sociales se han constituido en una especie de quinto poder y en efecto pueden tumbar gobiernos. Por eso mismo debemos dejarlas florecer y nunca censurarlas.