Gustavo Petro, el actual alcalde de Bogotá, terminará su período de Gobierno el 31 de diciembre, bastante azotado en términos políticos.
Aparte de concluir sus cuatro años en el segundo cargo más importante del país con un sombrío nivel de aprobación de 18%, Petro deja a los Progresistas, el movimiento independiente que creó en el 2011, con un solo concejal en Bogotá. Hace sólo cuatro años, los Progresistas de Petro lograron ocho escaños en el concejo, convirtiéndose en uno de los primeros partidos del cabildo.
Lo que es aún peor para el alcalde: la candidata que escogió como su sucesora, Clara López, del Polo Democático Alternativo, el antiguo partido de Petro, ocupó el tercer lugar en las recientes elecciones, con poco más de 500 mil votos, prácticamente la misma votación que obtuvo hace un año en Bogotá como candidata presidencial. Como escribe el columnista Luis Guillermo Vélez, este “es el conjunto de la izquierda pura y dura de la ciudad, con maquinaria y contratos (gubernamentales) incluidos”.
La derrota de Petro y de la izquierda en la capital colombiana es especialmente oprobiosa, porque como explica La Silla Vacía, el ganador de las elecciones y ahora alcalde electo Enrique Peñalosa —quien gobernó Bogotá desde 1998 hasta el año 2000—, basó toda su campaña alrededor de un fuerte mensaje antiprogresista. Su eslogan, “Recuperemos Bogotá“, en realidad quería decir algo así como: “saquemos a estos lunáticos del poder tras 12 años de caos y desgobierno, y regresemos a los gloriosos días de mi alcaldía”.
En mi opinión, la pesadumbre política actual de Petro, si es que la siente, nace del hecho de que nunca quiso gobernar Bogotá. Ni siquiera es oriundo de la ciudad, y nunca ha demostrado un gran interés por llevar a cabo las mundanas labores de cualquier administración distrital, tareas que incluyen pavimentar calles despedazadas, formalizar a los vendedores ambulantes o combatir la publicidad ilegal que tanto arruina nuestra estética urbana.
Por el contrario, Petro buscaba una manera de catapultarse hacia la presidencia de Colombia tras una exitosa gestión en el Senado, donde usó su considerable elocuencia para convertirse en el principal opositor del expresidente Álvaro Uribe. Petro, como otros políticos, consideró que la alcaldía de Bogotá le daría el impulso necesario para aterrizar en la Casa de Nariño.
Por lo tanto, Petro no interpretó su victoria en el 2011 como un mandato para gobernar la ciudad y solucionar sus problemas. Más bien pensó que la ciudadanía le había entregado un cheque en blanco para librar su guerra ideológica contra sus enemigos acérrimos.
Estos incluyen a las mafias del sector privado, un problema real que Petro hizo bien en identificar. Por otro lado, el alcalde despotrica constantemente contra la oligarquía y el neoliberalismo, los típicos espantapájaros a los que recurren estatistas paranoicos como los caudillos actualmente a cargo de Venezuela, Ecuador, Bolivia, Nicaragua y otros países de la región. Petro intentó igualar su retórica del resentimiento desde el balcón del Palacio Liévano, donde montó extravagantes sesiones de demagogia.
Pero el alcance de la artillería verbal de Petro se extiende mucho más allá de los límites de Latinoamérica.
“El economista Piketty”, escribió en Twitter el 12 de enero, “dice que los cambios políticos que vienen en Grecia y España cambiarán a Europa y el mundo”.
El economista Piketty dice que los cambios políticos que vienen en Grecia y España, cambiarán a Europa y el mundo http://t.co/e9m74KXwsj
— Gustavo Petro (@petrogustavo) January 12, 2015
Y para Petro, el cambio climático es un “coco” global, igual de estremecedor que el “neoliberalismo”: “marcha contra el cambio climático en Londres”, escribió, de nuevo en Twitter, el 21 de septiembre del 2014. “Somos responsables, salvemos el planeta”.
Marcha contra el cambio climático en Londres. Somos responsables, salvemos el planeta pic.twitter.com/IS8P8oWvvl
— Gustavo Petro (@petrogustavo) September 21, 2014
Y todo esto está muy bien, pero es una lástima para Petro que sus cósmicas inquietudes le ofrezcan poco consuelo al obrero bogotano — o a el ama de casa o estudiante — que simplemente quieren que su bus llegue a tiempo y que no tengan que ir hacinados dentro de él.
En teoría, el bajonazo de Petro — aún es muy temprano para hablar de su declive, y él, de hecho, ya está hablando de su campaña presidencial en el 2018 — es una noticia bienvenida para cualquier persona que valore la libertad económica. Su hostilidad al libre mercado es recurrente e innata; después de todo, Petro es un antiguo líder de una guerrilla comunista. Recientemente, se jactó —nuevamente en Twitter— de que, según una encuesta interna del distrito, sólo hay una baja calificación para su gobierno “entre empresarios y comerciantes”.
Solo entre empresarios y comerciantes hay una mayoría que otorga baja calificación al gobierno de Bogotà Humana pic.twitter.com/gaeghDP8Mb
— Gustavo Petro (@petrogustavo) November 7, 2015
Dentro de la delirante visión del mundo y de la economía de Petro, donde si unos ganan es porque el resto pierde, despertar el descontento de los generadores de riqueza es una cuestión de orgullo, como si el monstruoso Gobierno distrital que preside se pudiera financiar sin los impuestos de los emprendedores. La razón por la cual la partida de Petro es solo en teoría una buena noticia para los defensores del libre mercado, es que su sucesor, Peñalosa, es también un estatista formidable, a su propia manera.
Todo lo anterior hace que una declaración reciente de Petro sea sorprendente de la manera más positiva posible. El 20 de octubre, el alcalde anunció su intención de pasar a la bolsa de valores a TransMilenio, la empresa local de buses de tránsito rápido que, hasta ahora, ha sido operada por unos pocos contratistas privados y con cercanas conexiones políticas. Naturalmente, esto ha sido nocivo para el transporte de la ciudad.
“Estamos buscando que 200.000 bogotanos compren acciones y sean dueños de la operación de buses de TransMilenio”, dijo Petro, proclamando lo que, en mi opinión, es la noticia económica más importante de las últimas dos décadas en Colombia.
La declaración es extraordinaria no sólo porque expresa una idea fabulosa —una idea que yo propuse a través de la reciente campaña. La propuesta es sobre todo estupenda porque viene del mismo Petro, el Gran Visir de la izquierda estatista colombiana.
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¿Podría ser que, en un momento de revelación similar al que vivió San Pablo en camino a Damasco, este flautista de Hamelín de los intervencionistas “antineoliberales” reconoció la inherente superioridad del sistema de libre mercado? ¿Llegó a pensar —correctamente, diría yo— que una empresa en la bolsa es un mecanismo infinitamente más transparente, eficiente y democrático que un monopolio estatal sobre los servicios públicos?
Ciertamente, las sospechas de Petro acerca del “capitalismo de amigotes” colombiano siempre fueron correctas. En la batalla que libró contra los recolectores privados de basura, por ejemplo, Petro identificó los excesos que permitían los contratos de manera acertada. Pero la solución que implementó —involucrar a la Empresa de Acueducto de Bogotá, un monopolio público, en la recolección de desechos— fue desastrosa.
Ahora, sin embargo, en la recta final de su alcaldía, Petro pareciera haber sido ilustrado por las teorías económicas de la Escuela Austriaca.
Definitivamente es un suceso tardío, pero por lo menos los libertarios, cuando nos acusen los neomarxistas de ser malvados privatizadores por sugerir que los monopolios estatales deben pasar a la bolsa de valores, podemos responder, taimadamente, “sólo estamos siguiendo el buen ejemplo petrista”.