EnglishLa desconfianza de los políticos colombianos hacia la apertura del comercio, la competencia y el libre mercado es tan innata como la afición de un oso koala hacia las hojas del eucalipto y las largas siestas en las copas de los árboles. Hago esta comparación con la salvedad de que las pocas horas de vigilia del koala promedio son sin duda mucho más productivas que las del congresista colombiano promedio, si bien no tan lucrativas.
Con toda probabilidad, la reelección del presidente Juan Manuel Santos el pasado 15 de junio no hará más que fortalecer la tendencia de los autodenominados servidores públicos —entre los cuales Santos es el indiscutible sultán— a agrandar el Estado del que se amamantan, puesto que son los contribuyentes quienes terminan afrontando los crecientes costos. Esto sucederá especialmente cuando —y si— Santos firma un acuerdo de paz con los ricos pero poco apaciguados marxistas de las FARC.
Mi predicción se basa en las pocas pero claras señales que el gobierno ha emitido en las últimas semanas.
El 18 de junio, el Congreso colombiano rechazó un tratado de libre comercio (TLC) con Corea del Sur, luego de recibir órdenes del Ejecutivo. La supuesta razón del bloqueo era la necesidad de revisar las cláusulas que afectan a la industria automotriz local y especialmente al sindicato de empresas de autopartes.
Presumiblemente, detrás de la decisión de Santos de dejar de lado el TLC con Corea acecha la izquierda estatista; ésta sería la primera consecuencia del pacto fáustico al cual se vio obligado durante las últimas semanas de la campaña presidencial. En ese momento, comparándose humildemente con Franklin Delano Roosevelt —y siendo su homólogo el alcalde de Bogotá, Gustavo “el Stalin latino” Petro—, Santos dejó en claro que estaba dispuesto a pagar cualquier precio para derrotar a Óscar Iván Zuluaga, su principal rival.

Como informa el diario El Espectador, el TLC con Corea del Sur había sido “fuertemente criticado” por “gremios, así como por sectores de la izquierda como el Polo Democrático Alternativo (PDA), cuya excandidata a la Presidencia, Clara López, apoyó la reelección de Juan Manuel Santos en la segunda vuelta de las elecciones”. Esto, por cierto, se produjo luego de que López haya quedado en el cuarto puesto en la primera vuelta.
De hecho, la oposición al libre comercio con Corea del Sur ha sido el viejo estandarte de la vedette de la izquierda dura, el senador por el PDA Jorge Enrique Robledo. No apoyó a Santos, pero ha defendido constantemente el proteccionismo en una alianza aparentemente extraña aunque en realidad perfectamente lógica con con los recelosos titanes de la industria local de automóviles, empezando por el poderoso grupo de presión ACOLFA (Asociación Colombiana de Fabricantes de Autopartes).
En pocas palabras, acceder a las fantasías proteccionistas de Robledo y su camarilla del sector automotriz local implica obligar a los consumidores colombianos a pagar más por tener que comprar de unos mimados peces gordos. Que esto se realiza a costa de los deseos de los consumidores no importa a estos autoproclamados defensores de industrias totalmente improductivas y atrasadas, en nombre de la “soberanía nacional”, ese común refugio de los bribones extorsivos.
Lo que los estatistas de todas las tendencias no mencionan es que, como escribe el profesor de Harvard James Robinson, la cartelización de la economía colombiana ha sido una parte integral del sistema desde tiempos inmemoriales, ya que los ricos “en su mayoría se enriquecen a través de los monopolios en los sectores protegidos, creados y mantenidos por el gobierno, y ejecutados mediante la depredación e incluso la violencia.” Nihil sub sole novum, como se suele decir.
Otra muestra de las cosas por venir surgió sólo dos días después de la victoria de Santos, cuando el ministro de Transportes finalmente intervino en la controversia sobre Uber, indicando que la empresa no está autorizada a operar en Colombia. Ésta no fue una sorpresa para nadie que hubiera prestado atención a las etapas finales de la campaña; el 4 de junio, Santos declaró ante más de 1.000 taxistas Uberfóbicos reunidos en un estadio de fútbol, “QLF [clave de taxistas para cancelar] a la piratería, QLF a los especiales y QLF a las aplicaciones que fomentan la ilegalidad.” Sobre esto último entiéndase Uber o cualquier otra empresa de tecnología que prospera ante la insatisfacción de los clientes con los taxis tradicionales y sus abusos.
Sin embargo, la intrusión más flagrante, llamativa y descarada del Estado en la esfera privada de las últimas semanas ha sido la decisión del alcalde bogoteño Petro de imponer una prohibición en toda la ciudad a la venta de alcohol en los días que la selección nacional de fútbol juega los partidos del Mundial. Como es habitual cada vez que un político autoritario como el nuevo aliado de Santos pretende imponerse, el argumento que ofreció es que la seguridad de los ciudadanos es su prioridad (nueve personas murieron en Bogotá después de la victoria de 3-0 de Colombia sobre Grecia el 14 de junio, pero no todas las muertes estaban relacionadas con el evento futbolístico).
No obstante, como argumenta Julio César Mejía, fundador de Estudiantes por la Libertad en Bogotá, culpar al consumo de alcohol de la violencia en Bogotá —donde casi cuatro homicidios suceden a diario en promedio, aunque de vez en cuando este número sobrepasa los 20— es “uno de los mitos más facilistas y populares para explicar las causas de la violencia homicida en Colombia”.
De hecho, es muy sencillo para los políticos apuntar a los pocos fanáticos borrachos que crean problemas y luego cercenar las libertades del resto para comprar, vender o beber alcohol civilizadamente. G. K. Chesterton conocía muy bien este instinto totalitario: En The Flying Inn (1914) el Estado, tratando de controlar todos los aspectos de la vida de los ciudadanos, comienza con la prohibición del alcohol.
Que al menos algunos en Colombia recurren a la tiranía para imponer sus buenas intenciones se hizo evidente en un tweet aterradoramente sincero escrito por la asesora de un senador del Partido Verde: “mientras no haya políticas de prevención y de cultura tenemos que recurrir a la represión. ‘Mal menor'”.
Es algo muy distinto, sin embargo, admitir que aunque no hay seguridad real sin libertad, la violencia aquí se ve facilitada en gran medida por la impunidad generalizada. Un primer paso hacia una solución real consiste en hacer extremadamente costoso el delito para el delincuente; como escribe Mejía, la mayor parte de la violencia homicida en Bogotá no es esporádica, sino “instrumental, no es difusa y se produce cuando las estructuras armadas ilegales realizan sus cobros de cuenta y se disputan territorios para el expendio de drogas”.
En cualquier caso, el propio Petro admitió que ocho personas murieron en la ciudad tras la victoria de Colombia ante Uruguay el sábado pasado, a pesar de la llamada “ley seca” que no pasa de un decreto administrativo. Está claro que es hora de que el alcalde empiece a buscar en otro lugar las causas de la violencia en Colombia.
Otros casos recientes de desubicadas intromisiones del Estado colombiano incluyen una ley aprobada por el Congreso que requiere que todos los entrenadores deportivos tengan un título académico. Eso descalificaría inmediatamente al entrenador José Pekerman, que no tiene título y sin embargo —o tal vez por lo tanto— dirige exitosamente el equipo de fútbol de Colombia. El gobierno nacional también ha anunciado, convenientemente después de las elecciones, que el alza de este mes en el precio de la muy regulada gasolina fue la más pronunciada en 30 meses.
La pasividad casi absoluta con la que el público colombiano ha recibido cada una de estas noticias sugiere que el éxito de la selección colombiana en el Mundial ha creado una nación de marsupiales que hacen la siesta en los árboles que los leñadores mientras tanto se ponen a derribar. Eso o que los libertarios tenemos una tarea titánica por delante.