English Durante esta campaña electoral, el Presidente de Colombia Juan Manuel Santos ha repetido ad nauseam una frase en particular, y seguramente intensificará su uso durante las próximas dos semanas con la ayuda de los principales medios de comunicación, los cuales, pese a su supuesta neutralidad, están del lado santista de manera desvergonzada (hasta hace poco la familia Santos era dueña de El Tiempo, el principal periódico del país, y el sobrino del Presidente es el director actual de Semana, la revista más importante de Colombia).
Me refiero a lo siguiente: El Presidente ha dicho que la meta de sus negociaciones con la guerrilla de las FARC es acabar un conflicto de 50 años. Para citar tan solo un ejemplo, en una declaración que dio a los medios en noviembre del año pasado, Santos dijo que busca “Una Colombia en paz, que no tenga ese conflicto armado que nos ha desangrado durante más de 50 años, que nos ha frenado nuestro desarrollo y la inversión social”.
Con este argumento, Santos se presenta como el candidato de la paz, mientras que su contrincante, Óscar Iván Zuluaga, es Atila el Huno según la campaña reeleccionista, excepto que, a diferencia de Atila, no es él el que manda sino más bien el ex Presidente Álvaro Uribe.

La guerra de 50 años
El problema del argumento de la guerra de los 50 años es que, si uno lo acepta, debe aceptar inevitablemente la versión de la historia colombiana según la cual el conflicto actual comenzó alrededor de 1964, el año en que se fundaron las FARC.
Este, sin embargo, no es el caso preciso, y el lector no tiene que confiar ciegamente en mi palabra. Según un estudio publicado por el economista Juan Carlos Echeverry, el Ministro de Hacienda del Presidente Santos desde el 2010 hasta el 2012, los comienzos de las FARC coinciden con un período de “paz relativa”.
Echeverry demuestra que, en la época conocida como el Frente Nacional (1958-1974), durante la cual los Liberales y Conservadores compartieron el poder según los dictámenes de un acuerdo de paz, la violencia decayó considerablemente en comparación con el período anterior, la era de la llamada Violencia (1949-1962) entre los adeptos de ambos partidos.
Aunque el Frente Nacional fue deficiente en términos políticos y democráticos ya que excluía a cualquier movimiento alternativo del poder, sí fue eficiente al reducir de manera drástica la tasa de homicidios per cápita, la cual había alcanzado el calamitoso nivel de cerca de 100 muertos por 100.000 habitantes al final de la década de los 1950.
Según Echeverry, “Se puede decir que el período comprendido entre 1963 y 1983 constituye una época de relativa paz, caracterizada por una tasa de homicidios cercana a 28 muertos por cada 100.000 habitantes”.
Ahora, una tasa de homicidios de 28 por 100.000 habitantes no es para jactarse, sobre todo si uno vive en un cantón suizo. Sin embargo, para mantener cierta perspectiva es útil mirar el caso de Brasil, país vecino que, en la ausencia de las FARC, tuvo una tasa de homicidio cercana a 26 muertos por 100.000 habitantes entre el 2000 y el 2010 según The Economist.
Echeverry también demuestra que la violencia en Colombia fue de un nivel similar al de los años 50 entre 1982 y 1984, una época que coincide con el surgimiento de los c[arteles de la droga y con un significativo crecimiento de las guerrillas. Las FARC, por ejemplo, lograron controlar más de 20 frentes por primera vez a mediados de la década de los 80, y continuaron su crecimiento hasta que comandaron más de 60 frentes al final de la década de los 90.
Por ende es claro que, al referirse al conflicto actual, es más preciso hablar de una guerra de insurgencia a gran escala que comienza a mediados de la década de los 80 (el fin de la “paz relativa”). Este es el caso aun si las FARC se crearon por razones políticas en la década de los 60.
La guerra contra las drogas facilitó el auge de las FARC, no el idealismo
Es importante hacer tal distinción porque la teoría de la guerra de los 50 años está atada a las causas del conflicto que citan las mismas FARC: La pobreza, la desigualdad y el monopolio político de una élite egoísta.
Esta teoría, la cual ha sido adoptada por muchos marxistas y progresistas colombianos, puede que sea cierta, pero no corresponde a los hechos ilustrados por Echeverry y en publicaciones muy serias de otros académicos tal como Camilo Echandía y Mauricio Rubio.
De hecho, la evidencia sugiere que la intensificación del conflicto y el ascenso de los grupos guerrilleros —tanto en términos de pie de fuerza como en capacidad ofensiva, hasta el punto en que pudieron amenazar al Estado mismo— no ocurrieron bajo condiciones de pobreza. Al contrario, las FARC llegan a su apogeo en medio de una gran bonanza económica causada no por políticas a favor de la libre empresa bajo el estado de derecho, sino sobre todo gracias a las ganancias astronómicas derivadas del tráfico ilegal de drogas. Esto ocurrió en las décadas siguientes a la declaración de una guerra contra las drogas por parte del presidente estadounidense Richard Nixon en 1971.
En Colombia, la década de los 80 no sólo fue la era en que surgió el Cártel de Medellín mientras Pablo Escobar se convertía en uno de los hombres más ricos del mundo; según la revista Forbes, fue la séptima persona más rica de la tierra en 1989. Esta también fue la década en que las FARC, en su Séptima Conferencia de 1982, tomaron la decisión deliberada y estratégica de participar plenamente en el narcotráfico para incrementar su capacidad económica y militar.
Conscientes del poder que podrían adquirir al controlar las extraordinarias ganancias del tráfico de cocaína, las FARC rápidamente llenaron el vació que dejó el colapso de los cárteles de Cali y Medellín. Así pudieron entrar al siglo XXI con un ejército de unos 20.000 hombres financiado sobre todo con fondos del narcotráfico. En otras palabras, una vez se produjo una reunión amistosa entre revolucionarios con barba y Kalashnikov y el presidente de la bolsa de valores de Nueva York, tal como ocurrió en 1999, la noción de un ejército campesino compuesto de pobres pastores teocritanos empezó a perder algo de credibilidad.
En realidad fue al convertirse en uno de los mayores cárteles de droga del mundo —el más grande según ciertos expertos— que las FARC obtuvieron la capacidad de arrinconar al Estado colombiano al final de la década de los 90 y a principios de la década del 2000. Por cierto, en esos momentos hubo rumores en el exterior acerca de la inminencia de un Estado colombiano fallido, aunque otro de los mitos que se han presentado es que la ausencia del Estado causó el conflicto. De hecho, la guerrilla expulsó al Estado de muchas zonas extranjeras tan pronto adquirió el poder necesario.
Entre la espada y la pared, el gobierno colombiano, bajo el Presidente Andrés Pastrana (1998-2002), se vio obligado a convertirse en uno de los principales receptores de ayuda militar de Estados Unidos, el país que al mismo tiempo financiaba a las FARC de manera indirecta por medio de su consumo de cocaína.
También las tierras que se han disputado la guerrilla y los igualmente atroces paramilitares confirman el hecho de que la violencia de los últimos 30 años no ha sido causada por la pobreza, sino por las monumentales cantidades de dinero que brinda el marco de la guerra contra las drogas. Los municipios con alta presencia de guerrilleros y paramilitares y con altas tasas de homicidio no son necesariamente las partes más pobres del país. Estas tienden a ser áreas rurales con buen crecimiento económico como resultado de la agricultura, de la presencia de recursos naturales como minas que los grupos armados pueden explotar de manera depredadora y, sobre todo, del control de rutas de exportación que permiten el transporte de cargamentos de cocaína hacia otros países. Algunos de los episodios más sangrientos de la reciente historia colombiana han sido batallas entre guerrillas y paramilitares por controlar aquellas zonas donde la cocaína puede ser o producida o exportada.
El enorme potencial de ganancia que brinda el narcotráfico explica por qué el resultado del supuesto éxito colombiano en la guerra contra las drogas ha conducido, por un lado, a una reducción del número de hectáreas sembradas con coca en Colombia pero, a la misma vez y en una tendencia opuesta a aquella vista en décadas anteriores, a aumentos significantes en el área cultivada en Perú y en Bolivia.
Por otro lado, en muchas de las tierras colombianas donde se ha mantenido el cultivo de coca se ha dado una mucho mayor producción por hectárea que en el pasado, tal como han demostrado Daniel Mejía y Carlos Esteban Posada. Visto de otra manera, los productores de droga, perseguidos por el Estado, han sido capaces de incrementar su eficiencia para mantener su porción del mercado global. El opuesto ha sido el caso de varios de los sectores de la economía agrícola legal subsidiados por el Estado, los cuales, protegidos de la competencia, se han acostumbrado a subsistir a costa del fisco independientemente de su rendimiento (ver el caso ejemplar de los cafeteros colombianos).
El evidente fracaso de la guerra contra las drogas también lo confirma el hecho de que, en el año 2012, 19 de los frentes de las FARC se dedicaban exclusivamente al tráfico de drogas. Esto nos trae de nuevo al tema de Santos y su negociación de paz con la guerrilla.
Esquivando el irresistible negocio de las drogas
Ya que el narcotráfico fue el tercero de cinco puntos en la agenda de la negociación, es evidente que Santos y su equipo reconocen el problema. Sin embargo, el acuerdo que anunciaron con gran ostentación hace dos semanas es simplemente fútil a la hora de abordar el tema del narcotráfico como la causa subyacente de la guerra en Colombia durante los últimos 30 años.
El gran avance del acuerdo de Santos consiste en el difícilmente creíble compromiso de las FARC de abandonar del todo el tráfico de drogas. A la vez consiste en la erradicación manual de los cultivos de coca, un método que ha sido un fracaso colosal hasta el momento, y en la continuación de la estrategia de fumigar los territorios cultivados. Una de las ruinosas consecuencias de las fumigaciones, por cierto, ha sido la transferencia de los cultivos de coca a los parques naturales que el Estado no puede destruir de manera deliberada, y de tal manera se le ha hecho un gran daño al medio ambiente precisamente donde se supone que este es protegido.
Tal como ha sido presentado, el acuerdo entre Santos y las FARC dejará intacto el titánico potencial del narcotráfico aun si los poco fidedignos cresos de la guerrilla mantienen su promesa y desmovilizan de manera completa los 19 o más frentes asignados exclusivamente al negocio de la cocaína. Una desmovilización completa de las FARC —un escenario que se presentaría en el mejor de los casos— simplemente crearía un nuevo vacío del poder que sería ocupado rápida y violentamente por distintos actores armados dispuestos a incurrir en los riesgos necesarios para quedarse con el botín. Tal situación podría causar un nivel de violencia aún mayor al que se ha visto durante los últimos años.
Sin la legalización de las drogas —idealmente junto a Perú, Bolivia, México y otros países, pero de manera unilateral si es necesario— el acuerdo de Santos con las FARC seguramente hará que Colombia se convierta en un país aun más estatista. Los líderes de las FARC podrían ocupar curules en el Congreso sin tener que presentarse a elecciones; también podrían encabezar ministerios u otras entidades de la masiva burocracia colombiana. Pero cualquier pacto que mantenga la prohibición garantizará la paz de la misma manera que lo hizo el Acuerdo de Múnich de Neville Chamberlain en 1938.
En cuanto a Zuluaga, el candidato del uribismo aseguró el jueves pasado que mantendrá las negociaciones de paz con las FARC con algunas alteraciones, y de tal manera abandonó su promesa de campaña de darle a la guerrilla un ultimátum de una semana para dejar las armas. En todo caso Zuluaga nunca ha demostrado la más mínima intención de cambiar la política prohibicionista colombiana, así que, en una presidencia suya, uno tan sólo puede esperar un caso de plus ça change.
En conclusión, las negociaciones de paz con las FARC serían una buena idea únicamente si la producción, el consumo y la venta de la cocaína y otras drogas se legalizara como un paso preliminar. Bajo las condiciones actuales, las promesas del fin inminente de una guerra de 50 años no son más que cháchara electorera, y por esta razón yo no votaré ni por Santos ni por Zuluaga.
Como escribió el historiado y teórico militar B.H. Liddell Hart, una paz mala contiene “el germen de la próxima guerra”. En este caso, la guerra contra el Estado colombiano continuará hasta que la cocaína pueda ser producida, promocionada y vendida como un producto empaquetado y legal.