Es hora de acabar con la Guerra contra las Drogas en Colombia
EnglishEl 27 de noviembre de 1989, la explosión de una bomba derribó un avión Boeing 727 — el vuelo 203 de Avianca, que iba de Bogotá a Cali — poco después de haber despegado del Aeropuerto Internacional El Dorado. Los 107 pasajeros y toda la tripulación a bordo murieron en cuanto el avión se estrelló. Pronto se supo que el Cartel de Medellín, liderado por Pablo Escobar, había colocado la bomba en el avión con el objetivo de asesinar al entonces candidato presidencial César Gaviria, quien supuestamente estaba a bordo. Sin embargo, no lo estaba.
Este fue uno de los muchos actos insensatos, despiadados y crueles de terrorismo que recuerdo de mi infancia en Bogotá (nací en 1982). Sin embargo, es el que más me impactó: un joven brillante que se había casado con la prima hermana de mi padre ese mismo año, fue una de las víctimas del vuelo 203. Al igual que miles de familias colombianas, la mía también ha sentido la devastación de la guerra contra las drogas.
Hay muchos argumentos a favor de la legalización, pero el más importante es claramente los costos humanos de la prohibición. Es difícil calcular las decenas de miles de muertes que la guerra contra las drogas ha dejado en este país; guerrilleros supuestamente marxistas que han estado combatiendo al gobierno desde la década de 1960, se han convertido en uno de los mayores cárteles de la droga en el mundo. Ni qué decir de los 57.000 seres humanos que perdieron la vida en la guerra contra las drogas en México entre 2006 y 2012. Es evidente que la medicina es mucho más mortal que la enfermedad.
Desde que era un niño, siempre ha habido un enemigo público financiando el baño de sangre en Colombia con las astronómicas ganancias del negocio de las drogas. Y la versión oficial siempre ha sido que la paz llegará una vez que la amenaza actual sea eliminada. Sin embargo, cada vez que asesinan a la bête noire, que la arrestan, extraditan o desmantelan, surge inmediatamente una sucesora. Primero fue Escobar, luego los hermanos Rodríguez Orejuela, que dirigían el Cartel de Cali; después los paramilitares y la guerrilla; ahora es la guerrilla, los paramilitares desmovilizados (bacrim), y los mafiosos de medio pelo.
Hoy el presidente Juan Manuel Santos afirma que una vez que su gobierno llegue a un acuerdo de paz con las FARC, veremos el fin a una guerra que ya cumple 50 años. Pero lo lógico es esperar que la violencia continúe incluso con una desmovilización completa de las FARC, algo que sucederá sólo en el mejor de los casos. Con el tiempo, algún nuevo grupo armado (tal vez dirigido por antiguos guerrilleros) o un capo obtendrá el control de este negocio exportador de miles de millones de dólares que el Estado, ignorando a los mercados, ha tratado de erradicar con resultados desastrosos. Una nueva ronda de masacres sobrevendrá.
Creo que en última instancia, la paz en Colombia depende de la legalización de la cocaína y otras drogas (Mary Anastasia O’Grady ha argumentado en forma similar en el Wall Street Journal). Al parecer, éste también es el parecer de Santos, ya que ha hablado en varias ocasiones en los Estados Unidos sobre la necesidad de adoptar “nuevas estrategias, nuevas visiones y nuevos enfoques” en el debate global acerca de la guerra contra las drogas. El presidente ha insistido en la necesidad de un nuevo consenso internacional, enfatizando que “nosotros [los colombianos] no podemos hacerlo solos”. Pero yo no podría disentir más respecto a esto último.
Según un estudio de la Universidad de Princeton realizado en el 2010, la legalización unilateral de las drogas en Colombia implicaría 5.000 homicidios menos por año. También ahorraríamos aproximadamente 7 mil millones dólares, suma que dilapidamos anualmente en el fallido intento de erradicar la producción, comercialización y consumo de drogas. Tal como lo explico en una entrevista, esto no es una cifra despreciable para el gobierno colombiano, que gasta una mayor proporción del PIB en sus fuerzas armadas que el Reino Unido — a pesar de que nosotros no hemos desplegado tropas en Irak, Afganistán o Libia (en el 2009, fue del 3,9 por ciento versus 2,6 por ciento).
Un lector escéptico podría argumentar que todo esto está muy bien en cuanto a la teoría, pero, ¿cómo puede llevarse a cabo en la práctica la legalización unilateral en Colombia? ¿No se convertiría el país en un paria internacional comparable a Irán y Corea del Norte? Mi respuesta es que la legalización se puede lograr de la siguiente manera.
Es necesario que haya una discusión nacional seria — liderada por el Congreso, el sector privado, la academia y la ciudadanía informada — sobre los verdaderos costos y beneficios de la legalización. Luego deberíamos celebrar un referéndum sobre la cuestión, del que seguramente saldría triunfante el lado pro-legalización. Al mismo tiempo, tenemos que llevar a cabo una ofensiva diplomática en Europa, en América Latina y en países de la angloesfera como Australia, Canadá y los Estados Unidos.
Simplemente no es cierto que exista un consenso internacional a favor de la prohibición. En prácticamente todos los países occidentales hay grupos de presión (por ejemplo, la Drug Policy Alliance), personalidades prominentes (Richard Branson, Kofi Annan, Vicente Fox), y políticos activos, tales como el brillante conservador británico Daniel Hannan, que apoyarían los esfuerzos para poner fin a la guerra contra las drogas de una vez por todas (puede que ciertos países como México se animen a legalizar al mismo tiempo que Colombia). Nuestro éxito diplomático, sin embargo, dependerá de la habilidad de nuestro cuerpo diplomático; ¡no podemos seguir nombrando embajadores colombianos solo porque son compinches del presidente!.
Una vez que hayamos ganado un referéndum y obtenido apoyo diplomático para la legalización, se podrá iniciar la transferencia de fondos de las fuerzas armadas y de la tributación de la venta y producción de cocaína — que debería regularse al igual que las industrias del tabaco y el alcohol — a la educación, la prevención y la rehabilitación. Esto asegurará que obtengamos el mismo éxito que en Portugal, donde la despenalización ha dado lugar a una de las tasas de uso de drogas más bajas de la Unión Europea, como lo ha publicitado Glenn Greenwald del Cato Institute.
Esta es la clave de mi argumento: a pesar de las expectativas del presidente Santos, los responsables políticos estadounidenses y europeos no toman en cuenta la indignación moral de los presidentes colombianos en su proceso de toma de decisiones. Simplemente no podemos esperar a que otros países resuelvan nuestros problemas por nosotros. Tenemos que actuar ahora y liderar la iniciativa para terminar la guerra contra las drogas, porque la legalización es la gran batalla global por las libertades civiles del siglo XXI, comparable a la abolición de la esclavitud y la lucha por el sufragio universal en su momento.
Señoras y señores, que Epaminondas en Mesenia sea nuestra inspiración para esta campaña.
Traducido por Alan Furth.