“Siempre me dijeron, desde pequeño, que los artistas no se bañaban ni pagaban el alquiler…pero yo hago ambas cosas”.
La frase es del artista -o artivista, como prefiere definirse- Daniel Arzola, venezolano radicado en Chile. Y en esa frase, hay una definición del artista que para la sociedad venezolana termina siendo una especie de paria, de ermitaño que no tiene un trabajo “de verdad” y, además, se muere de hambre.
“Ser artista en Venezuela es morirse de hambre” era una frase usual. Pero hoy, cuando un país entero muere de hambre sin ser artista y sin que haya nada artístico en su padecer, la estampida de venezolanos allende las fronteras ha dejado también al talento nacional en otras tierras. Pintando otros lienzos o exponiendo otros colores, el arte nacional también termina exiliado y extrañado. Convertidos en célebres por sus trabajos que adornan galerías, se multiplican en obras públicas o se viralizan en redes sociales. Arte que otros venezolanos ven por las calles de esas ciudades que los recibieron, sin saber que detrás de cada trazo colorido se esconde el tricolor nacional y aquellas siete estrellas blancas que nos enseñaron a dibujar desde preescolar, sobre el azul marino, haciendo un arco singular.
Cuando el arte se va
Emilia Cantor, artista desde su más tierna edad, igual que todos los entrevistados, vive en Costa Rica en sana paz con su arte. En su caso, el exilio fue por períodos, por oleadas personales quizás accidentales, inesperadas. Arte del destino.
“Me fui de Venezuela dos veces. La primera vez en el 2003 después de haber participado en la gran marcha del 11 de abril del año anterior. Estuve presente en el Tiroteo de Puente Llaguno. Tenía 22 años y estaba al frente de la marcha. Esa experiencia y la retoma de poder de Hugo Chávez me inspiró la búsqueda de estudiar arte en el exterior. Me fui por 7 años. Volví a Venezuela en el 2010 después de estudiar arte en Florencia y trabajar como docente durante ese tiempo. Entre mis planes nunca estuvo la idea de vivir en otro país. En el 2012, exactamente durante la incertidumbre de la enfermedad y la muerte de Chávez, me fui a Costa Rica a acompañar a mi pareja en una propuesta de trabajo. Pensamos que sería temporal. Dejamos todo sin pensar que no volveríamos más de manera aparentemente definitiva”.
Todo parecía cercano en 2012. La delincuencia era cotidiana en la vida de Emilia y su familia, víctimas varias veces de robos en su propia casa, el estrés del sentirse victimas potenciales del delito en cualquier momento, termina haciendo pensar que sí, que podía irse un tiempo, esperar que Chávez muriera y todo mejoraría y regresaría.
“Eso pensaba. Hoy digo ‘menos mal que nos fuimos'”, afirma.
Leonardo Moleiro, afincado en Los Ángeles luego de 15 años de haber salido de su Puerto La Cruz natal, paso veinte años en la industria publicitaria, combinándose como director de arte, mientras se dedicaba a su arte propio, a la pintura. Revisando con cuidado su obra, sentimos algo de pertenencia, de origen de la costa oriental venezolana que él mismo explica: “el vínculo de mi obra con mi país creo que está en la alegría de mis colores, de donde yo vengo hay mucho color. El pueblo del oriente de Venezuela es muy alegre, muy colorido, espontáneo y divertido. Creo que es la influencia del mar Caribe”.
A todo el que se va, por una u otra razón, en algún momento le asalta el traumático hecho del desarraigo. Para Moleiro fue especialmente difícil, desde antes de irse. “Tuve un rompimiento muy fuerte con la sociedad venezolana, con lo que se estaba convirtiendo, con lo que muchos jugaban o no veían venir. Eso me hizo aislarme mucho en mi estudio y me estaba haciendo mucho daño. Tuve que ir al psiquiatra ya que me desesperaba mucho ver cómo el país se iba a la mierda y la gente iba a marchar para luego meterse en restaurantes a beber y ver en que guiso con el gobierno se metian. Eso lo viví de cerca y no lo soportaba. Me estaba enfermando, me daban ataques de pánico muy fuertes. Sentía que en esa sociedad yo no tenía espacio, nada que hacer. Así que busque oportunidades con mi obra afuera”. Moleiro cuenta lo que contaría cualquier artista, pero también cualquier profesional de cualquier área, en la Venezuela de hoy.
Leonardo Rodríguez lo vivió desde el punto de vista personal, al casarse con una venezolana de origen español. Se fue hace dos décadas y hoy se encuentra en España. Básicamente se fue por amor, y recuerda el llanto que le acompañó por todo el camino al aeropuerto. “Hasta cuando veía los ranchos en la autopista sentía la nostalgia”, cuenta este reputado artista venezolano, que llegó primero a Francia y desde allí, logró proyectar su trabajo a España, Estados Unidos y hoy gracias a la numerosa presencia de venezolanos en cada lugar del mundo, pareciera que logra exponer a distancia en más lugares de los que alguna vez soñó visitar. Desde participar (y ganar) concursos en Francia hasta conocer a Carlos Cruz-Diez, pasando por caricaturas laureadas en medios europeos y posters requeridos por doquiera, donde su nombre y su apellido agregan valor.
Escapar no es un chiste
Daniel Arzola, que escapó de Venezuela en 2014, se sintió extenuado, perseguido y narra más que una experiencia migratoria, un escape.
“Me fui para sobrevivir, como tanta gente… ya había tenido al menos cuatro veces una pistola apuntándome a la cabeza para robarme. Ya algunos amigos estaban presos por protestar. Ese mismo año asesinaron a cuatro amigos en robos, de manera brutal, inhumana. A mí me atracaban violentamente al menos una o dos veces al año. Y cuando me robaban , me quitaban cosas sin mucho valor, pues no tenía nada que me pudieran robar. Como por humillarme”.
Esas palabras podrían ser puestas en boca de cualquier venezolano migrante. Pero a Arzola algo le hizo clic con una invitación. “Me ofrecieron en Amsterdam participar en el Gay Pride de ese año y al invitarme me dijeron que todos los activistas venezolanos con los que habían trabajado estaban presos o muertos. En quince días tome la decisión de irme y nunca más regresé”.
Arzola se toma en serio la denuncia contra el régimen chavista desde su activismo por los derechos de la comunidad gay. El mundo, hoy, conoce su trabajo No soy tu chiste como el clamor artístico de quien exige, más que tolerancia, respeto.
“Yo siempre denuncié la homofobia de Estado en Venezuela, denunciando al chavismo que utilizaba la homofobia y la transfobia como herramienta de denigración. Eso significó amenazas en redes sociales, telefónicas y acoso en mi barrio, zona chavista. Cuando tomé la decisión de irme pensé ahora o nunca y así fue”.
Arzola pasó de tener sus trabajos en el Centro Cultural Chacao a ver su mensaje traducido al inglés, al francés, al italiano, al chino, a formar parte de campañas contra la homofobia por asociaciones rusas, árabes o chinas, a ser el artista más requerido en las manifestaciones del orgullo gay a nivel mundial, hasta el punto de que su trabajo fue la imagen del Concierto por los Derechos Humanos de este año en Tenerife. Podría decirse que es, en este momento, el artista venezolano emergente más importante de estos días, difíciles días, que vive Venezuela.
Ese país, tu país, mi país
Y es ahí donde volvemos al origen, con todos los consultados. ¿Y Venezuela?
“Adonde yo voy siempre la gente al saber que soy de Venezuela se quedan preguntándome más acerca del país. Creo nos falta vender mejor nuestras cosas buenas como lo ha hecho México por ejemplo y creo que a través del arte, de la academia del talento y de las buenas ideas podemos cambiar esa percepción de que somos el país del petróleo, las mujeres bonitas y los enchufados”, explica Moleiro, quien acaba de colocar una de sus obras en la ciudad de Pittsburgh a petición de la alcaldía de la ciudad.
Emilia Cantor decidió dedicarse a los olvidados: las víctimas de la represión. Como una moderna heredera de Salas, Michelena, Rojas o Tovar y Tovar, ilustra en sus piezas las batallas de calle, los guerreros caídos y los rostros de los mártires que la lucha de todos estos años ha dejado. Un maltrecho tricolor nacional envuelto en gases lacrimógenos, la hace pensar en el futuro, pues “si el arte no puede cambiar el país, quizás sí cambie el futuro de ese país”.
“Mi obra, totalmente altruista y sin fines de lucro, está compuesta por rostros mayormente. Rostros de víctimas de la dictadura. Más que un cambio estoy ilustrando honoríficamente a los rostros que representaron y representan la represión dictatorial. Muchachos asesinados de la resistencia y presos políticos son los protagonistas de mi obra. Todos hasta ahora han sido ilustrados con permiso de sus familiares. No están a la venta. Y mi sueño es donarlos a una Venezuela libre. Para que decoren las paredes de algún museo o centro cultural venezolano y así queden plasmadas estas historias para que las futuras generaciones sepan que hubo lucha, sacrificios y resistencia”, propone y dispone Cantor, desde el arte y el compromiso.
Y el compromiso pudiese decirse que en estos artistas es el mismo. Todos hablan del futuro de Venezuela y de la forma de contribuir, desde su expresión artística. Arzola, que lo ve claro por los graves problemas de homofobia y discriminación en Venezuela, quiere trascender, más allá del arte, a la representación de gente distinta. “Mostrar el lado contestatario, sensible y humano a través de mi obra, que con suerte logre trascenderme y ser parte de la construcción sexo diversa del país, quizás mucho pedir, pero es lo que yo hago y trato de aportar. Es lo que me sigue conectando con la gente de Venezuela que sigue mi trabajo. El arte es también herramienta para poner algo de nuestro lado de la balanza. Creo que incidir en la cultura y cambiar la cultura es la semilla para cambiar una realidad”.
Cambiar o no cambiar desde el arte, atrae las dudas de Leonardo Rodríguez.
“Yo no se si el arte puede cambiar algo, pero en una movida generalizada de cambio, el arte formará parte de esa movida. Las personas que manejan el verbo, la música, la imagen, estarán en esa movida. Estamos fuera pero formamos parte de una manada, de una tribu. Nos quitaron nuestra tierra prometida pero la llevamos con nosotros. Lo que esta en nuestras manos, de no dejarnos destruir, eso podemos controlarlo y no nos lo van a quitar. El resto se verá”, deja traslucir Rodríguez emocionado con las ideas de ese cambio que desde el arte y con el arte se ve posible.
Se ve posible hoy lo que generaciones anteriores de artistas venezolanos no lograron ver. Hay ilusión de aportar desde la expresión artística a la construcción de un país que se perdió. De un país que pocas veces estuvo para los artistas hoy venerados. A Reverón tenido por loco ermitaño, a Juan Loyola tenido por escandaloso. De grandes expatriados como Soto o Cruz-Diez, o de tantos otros que son tenidos incluso como nacionales de las tierras donde se asentaron, en distintas épocas.
Quiere el arte de hoy ser espejo de lo que a una generación de expulsados de su tierra le ha tocado vivir. Y de hecho es así. Cuando un mural en Europa luce un Cruz-Diez, cuando una marcha del orgullo gay enarbola un No soy tu chiste de Arzola, cuando un francés celebra una caricatura de Le Pen hecha por Rodríguez o cuando un ciudadano de Pittsburgh admira una obra pública hecha por Moleiro. O cuando alguien le pregunta a Emilia Cantor por ese rostro joven sonriente que ilustra en un lienzo y ella se dispone a explicar qué fue de Neomar Lander, de Óscar Pérez o de Juan Pablo Pernalete. O cuando allí, en miles de trazos, no aparece un Girardot cayendo en el campo de Carabobo con la bandera en sus manos, sino un joven, casi niño, con máscaras y escudos rudimentarios envuelto en el humo, cubierto con la bandera y lanzando una piedra al destino, anónimo, lejano y vacío, mientras tantos otros jóvenes esperan encontrar ese destino caminando, volando o soñando.
Nuestros artistas seguirán expresando que, de verdad, el país debe encontrar el camino donde se perdió intentando ser, intentando estar.
Porque al fin y al cabo, el país sigue estando.