Mantener en funcionamiento el aparato del Estado requiere de insumos tales como trabajo y diversos recursos materiales. Insumos que, como es lógico, cuanto más se amplía el poder público en el ámbito de su acción, tanto más grande será el presupuesto.
Los objetivos presupuestarios determinan cómo habrá de financiarse el fisco a través de impuestos y cuáles son los gravámenes de donde provienen esencialmente los ingresos del Gobierno, lo que ha hecho del principio de la capacidad de pago un dogma de la llamada “justicia social”. Sumariamente, el impuesto es el mejor instrumento para intervenir la economía como un todo.
Hoy, el caso de Argentina da cuenta de un sobredimensionamiento nunca antes visto a lo largo del bicentenario de su historia. En ese sentido, el Informe Económico número 349 del Instituto Argentino de Investigación Fiscal, IARAF, del 16 de enero del corriente, establece que la presión tributaria argentina creció 100% en el periodo comprendido entre 2002 y 2015.
“La carga tributaria del Estado argentino, en todos sus niveles de gobierno, evidencia crecimiento sostenido desde hace más de una década. La creación de nuevos impuestos, subas de alícuotas, y la falta de adecuación de parámetros de cálculo de ciertos impuestos al contexto inflacionario, son algunos de los elementos que explican que la presión tributaria argentina se encuentre hoy en niveles máximos históricos”, según el texto.
El voraz incremento en la captación de recursos por parte del kirchnerismo fue, como cualquier otro acto de intervención, una fuerte injerencia del Gobierno en la actividad productiva. Desde luego, la forma de proceder de los funcionarios públicos desvió la dirección que habría seguido la elección de los consumidores, dentro del ámbito del mercado, hacia el objetivo buscado por la autoridad. Desde este punto de vista, cuanto menos neutral es el tipo impositivo mejor sirve para desviar la producción y el consumo de su cauce natural hacia los intereses que persiguen sus gobernantes. He aquí lo único que importa destacar: se obligó a las personas a prescindir de sus propias decisiones para favorecer a otros, aquellos quienes, circunstancialmente, detentaban el poder.
Muchas personas, sin embargo, bajo una mirada naif, creyeron de buena fe que el Gobierno podía impulsar el desarrollo económico, pero la tradición “nacional y popular” con alusiones al Estado paternalista y redentor fue un simple engaño. Como dijo Martín Retamozo, el kirchnerismo “se ha constituido en la encarnación del hecho maldito y dominado la escena política durante los últimos 10 años.”
Debe señalarse que, en el mejor de los casos, el Gobierno sólo puede ampliar un sector productivo a expensas de otro. La realidad, en cambio, muestra que la injerencia gubernamental en el mercado provoca únicamente una equívoca asignación de los factores de producción necesariamente escasos, a lo que se suman altos costos de transacción y, en muchos casos, problemas de índole moral o corrupción lisa y llana.
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Como se sabe, el incremento de la carga tributaria absorbe el flujo venal de las inversiones del sector privado: lo ahoga y somete. El mismo proceder se replica tanto en la cúspide del poder, el Ejecutivo nacional, como en los órganos más descentralizados, incluso en aquellos pequeños municipios que actúan a la luz de sus comunidades y centros urbanos. Los concejos deliberantes, intendencias y comunas, con igual propósito, incrementaron su recaudación en términos reales favorecidos por la falta de incentivos para reclamar y, sobre todo, litigar por parte de los contribuyentes.
Quienes aportan, a diferencia de los cuerpos deliberativos que concentraron recursos cada vez más cuantiosos, vieron incrementadas sus contribuciones impositivas, pero dada la poca significación de cada una de sus cuotas parte, diseminadas en el universo de contribuyentes, carecieron de incentivos concretos para reclamar y afrontar costos de litigio. Según datos del estudio antes citado, la confiscación de recursos por parte de los municipios se incrementó en 45% durante el período bajo análisis. Sin embargo, la presión impositiva tienen un límite: no se puede expoliar indefinidamente a los contribuyentes.
La idea básica de que cambios en las tasas impositivas producen diferentes efectos sobre los ingresos fiscales —relación que fue estudiada cinco siglos antes por Ibn Jaldún, un filósofo y economista musulmán del norte de África— tuvo notoriedad bajo la influencia intelectual del economista norteamericano Arthur Laffer a principios de los 80. Se pensaba que los impuestos eran tan altos que disuadían de trabajar a las personas y que una reducción de los tipos impositivos daría incentivos suficientes para incrementar la oferta laboral, lo que provocaría la mejora del bienestar económico y quizás incluso de los ingresos fiscales.
La curva de Laffer ilustra el efecto económico enunciado y reconoce el impacto positivo que la rebaja de impuestos tiene en el trabajo, la producción y empleo. Pues bien, quizá sea este el momento de prestar atención al comportamiento de la curva citada, eventualmente en el tramo descendente (más allá de la recaudación máxima), y reducir la presión tributaria; de lo contrario, como invariablemente ocurre, será el consumidor quien termine pagando los costes.