Todo parece indicar que el presidente Macri no podrá reelegirse para un segundo período. Si bien el clima político y moral ha mejorado en la Argentina durante su gobierno, la continua y acelerada inflación, paralela a la constante devaluación de la moneda, ha generado un malestar económico y social que le impedirá contar con la mayoría necesaria para permanecer en el poder. Sus medidas gradualistas en materia económica, que no mucho han cambiado, son las responsables de esta pérdida de popularidad que puede llegar a amenazar, por desgracia, la propia estabilidad del sistema político.
Las causas del problema (uno que acosa al país desde hace casi un siglo) son claras y fáciles de determinar. No hay ningún misterio. El estado argentino gasta más de lo que recibe y, por eso, recurre a tres medidas: aumentar los impuestos, emitir billetes y endeudarse. Argentina tiene hoy una cantidad de impuestos, y de una cuantía tal, que ahogan la producción, ahuyentan la inversión y reducen los medios económicos de que disponen sus habitantes. De hecho, los empobrecen sistemáticamente.
Argentina se ha endeudado hasta el máximo posible e, históricamente, ha tenido que acudir al default, al cese del pago de su deuda, en más de una ocasión. El estado vive endeudado y, por eso, debe destinar una buena proporción de lo que recibe por la vía de impuestos para pagar los intereses y el capital de esa monstruosa deuda.
Cuando no se pueden aumentar más los impuestos o no hay forma de recibir nuevos préstamos el recurso que queda es muy simple: aumentar la cantidad de dinero circulante. Claro está, al hacerlo, cada unidad monetaria reduce su valor, por lo que se genera una pérdida de su poder adquisitivo. Cada peso vale menos frente al dólar y frente a las mercaderías y servicios. Se produce así la inflación.
Todo esto ocurre porque el estado gasta más allá de lo razonable, sin duda. ¿Por qué no puede reducirse ese gasto? ¿Por qué Macri no lo ha hecho? En última instancia, por miedo a las reacciones de quienes se benefician de ese gasto, por no querer enfrentar la situación, por dejar para más adelante el ajuste necesario para balancear las cuentas. Pero se produce así una paradoja: por miedo a la reacción adversa de la gente, se genera el drama de la inflación que, al final, produce también una reacción adversa. Esto ha sucedido así durante décadas: lo he vivido, gracias a mi edad, desde hace mucho tiempo. Sindicatos y grupos de presión se han acostumbrado a que el estado financie parte de sus gastos, la gente se ha acostumbrado a los subsidios y un sistema de pensiones centralizado ha consumido las riquezas nacionales sin que, por eso, las jubilaciones y pensiones sean realmente apropiadas.
La inflación, a su vez, crea problemas sociales que no dudo en calificar como terribles. Reduce o elimina por completo la capacidad de ahorro de la gente, pues ¿quién quiere guardar para el futuro una moneda que día a día pierde su valor? Sin ahorro y con los elevados impuestos que se cobran, se desestimula la creación de nuevas empresas, sobre todo de esas pequeñas y medianas iniciativas que constituyen las raíces de un capitalismo sano. Porque la inflación afecta necesariamente a los más pobres, a los que no pueden ahorrar en moneda extranjera, a los que viven de un sueldo, una jubilación o una pensión. La inflación reduce el crédito, porque obliga a elevar constantemente los intereses, con lo que se resiente el poder adquisitivo de los que menos tienen y se debilita el mercado interno.
Lo que debería haber hecho el presidente Macri es cortar por lo sano, comenzar su gestión con una reducción radical de esos gastos estatales que, por su elevado monto, desangran al país y lo hunden en un círculo de inacabables crisis. Eso es lo que tendría que hacer el próximo presidente de la nación sureña: eliminar subsidios, reducir el número y el personal de los organismos públicos –como está haciendo Bolsonaro en el Brasil– eliminar controles y, apenas se vaya reduciendo el gasto público, recortar y simplificar los impuestos. Son medidas duras, claro está, que provocarán críticas y protestas, pero es lo que necesita el país para volver a ser la potencia económica que, gracias a sus riquezas y al trabajo de sus habitantes, fue a comienzos del siglo pasado.