Difícil fue decidir por quién votar.
El pasado domingo 1 de abril se realizó la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de Costa Rica, entre dos candidatos que –casualmente– tienen el mismo apellido: Alvarado. Uno de ellos, un pastor evangélico de posiciones definidamente conservadoras, el otro perteneciente al partido actualmente en el Gobierno, de izquierda moderada. Yo, como supongo lo harán muchos de mis lectores, hice el ejercicio mental de imaginar qué estaba frente a la mesa de votación y tenía que decidir por cuál de ellos votar. Me resultó difícil, casi imposible.
Sé perfectamente que en política casi siempre se le ofrecen al ciudadano alternativas que para nada lo complacen: no es como en el mercado, donde el cliente elige lo que más le gusta o le conviene y recorre los comercios hasta encontrar lo apetecido. En una elección se presenta un escenario diferente, pues hay que elegir alguna de las pocas opciones que se ofrecen. La lógica, entonces, es votar por el que nos parece relativamente mejor o, como se dice de modo coloquial, por el “menos peor”.
Pero lo que ocurrió en este caso, sin embargo, no se reduce a este problema, si se quiere normal dentro del sistema democrático. Lo que acaba de pasar en Costa Rica muestra que los electorados van polarizándose de un modo preocupante hacia posiciones contrarias a la libertad de las personas. Eso es lo grave, como pretendo explicarlo en las siguientes líneas.
En muchos países del mundo, y en casi todos los de América Latina, gran parte de los electores están reaccionando contra los partidos tradicionales y su política. Durante las últimas décadas se siguió un modelo que, de un modo algo impreciso, podríamos llamar socialdemócrata: aumento del gasto público y, por lo tanto, de los impuestos; crecimiento continuo del Estado y de sus funciones; énfasis en la educación y la salud, aunque sin mejoras visibles al respecto; subsidios directos; descuido de dos importantes funciones del Estado: infraestructura y seguridad pública.
Este modelo, que en casi todas partes se ha desarrollado en medio de una lamentable corrupción, es el que ha sido rechazado en buena medida por la ciudadanía, debido a su ineficiencia, corrupción y alejamiento de los deseos de las personas. La gente no ha criticado las líneas matrices de esa política y, cuando lo ha hecho, ha sido para volcarse hacia orientaciones políticas que nada o poco tienen de liberal.
Ese rechazo ha propiciado dos corrientes que, ideológicamente, se apartan por completo del liberalismo. Por un lado, hacia un populismo de izquierda que, en el fondo, no es más que una versión “siglo XXI” del comunismo: esa es la posición de Podemos en España, del chavismo venezolano, de López Obrador en México y de varios partidos de izquierda en América Latina y en Europa. A esta izquierda habría que agregar la variante de quienes nos quieren imponer una llamada “ideología de género”, los ecologistas extremos y todos los que quieren prohibirnos hasta tomar refrescos con azúcar o echarle mucha sal a la comida.
Pero, en el extremo opuesto, en la derecha, las cosas no se presentan mucho mejor. Tenemos una reacción conservadora que a veces se adorna con tintes fascistas, que odia a los extranjeros, quiere volver a imponer altos aranceles al comercio internacional, es intolerante en materia sexual y se parece demasiado al conservadurismo del siglo XIX. Es cierto que algunos representantes de esta derecha critican y se enfrentan a los peores abusos de la izquierda y que, en ese sentido, han frenado muchas políticas que se oponen a la libertad. Pero, en verdad, sus posiciones ofrecen tanto esperanzas como graves riesgos contra la libertad.
Para un liberal, quien pone en alto el valor de las libertades individuales y quiere un Estado pequeño pero eficaz, concentrado en sus funciones esenciales, esta polarización resulta un tanto deprimente. Recuerda la alternativa entre los encontrados fanatismos que llevaron a la Guerra Civil Española, cuando los españoles se enfrentaron a una espantosa elección entre un franquismo intolerante y el totalitarismo de los marxistas.
Los liberales, hoy, debemos reflexionar con calma y no dejarnos llevar por esa polarización que se está creando en todo el mundo. Debemos luchar contra el nuevo totalitarismo de la izquierda, pero sin abrazar las posiciones fascistas y nacionalistas de algunos de sus oponentes. No debemos olvidar que siempre hemos luchado por la igualdad ante la ley, el respeto a la autonomía de las personas, el libre comercio y la delimitación precisa y clara de las funciones del Estado. No queremos ni un “Estado nodriza” ni un Estado poderoso, sino el reino del orden y la libertad.