El gasto público aumenta, año tras año, en todos los países de América Latina: es muy raro que esto no ocurra y, más raro aún, que el gasto disminuya. En Guatemala, por ejemplo, país en el que resido desde hace tiempo, el gobierno acaba de enviar al congreso un proyecto de presupuesto que rebasa en 13% el del año anterior, cuando la economía viene creciendo alrededor del 3% y no se aduce ninguna causa en particular para justificar tan grande incremento.
No se trata de un caso aislado, coyuntural o de una tendencia pasajera. Aumentan el gasto público –naturalmente- los gobiernos populistas, socialistas o de izquierda, pero lo hacen también los que siguen orientaciones políticas o ideológicas diferentes. Es, más bien, algo estructural, sistemático, que viene produciéndose desde muchas décadas atrás. No solo en Latinoamérica, por cierto, sino en todas partes del mundo, con muy contadas excepciones.
Comprendo que el sector público vaya creciendo a la par de la economía de cada país, pues una actividad productiva en aumento genera más impuestos y una población que crece requiere de más servicios de todo tipo. Pero los aumentos que registra el gasto público van mucho más allá de esto: se producen cuando la economía crece pero también cuando se estanca o retrocede –siguiendo viejas recetas keynesianas- justificándose de mil modos diferentes, pero siempre en alza.
Estos aumentos poco tienen que ver con lo que podríamos llamar un incremento vegetativo. Son algo estructural y permanente, algo diferente, que se produce ante la pasividad de la sociedad o, en muchos casos, ante los reclamos de sectores sociales, partidos políticos u organizaciones no gubernamentales que presionan al Estado para que haga esto o lo otro. Todos quieren que el gobierno intervenga para satisfacer sus necesidades, para controlar y vigilar ciertas actividades, para promover causas que por lo general solo interesan a sectores específicos de la colectividad. Parecería que, entonces, este aumento del gasto estatal es necesario y conveniente. Pero no es así, por lo que representa y por las consecuencias muy negativas que trae.
Porque al aumentar los gastos el Estado crece, y eso significa que abarca cada vez más funciones que antes pertenecían a la sociedad. Invade esferas de lo privado y reduce, entonces, la autonomía y la privacidad de los ciudadanos: controla ahora al detalle todas nuestras transacciones comerciales y movimientos financieros, se introduce en nuestra casa –en cómo criamos a los hijos y nos relacionamos con los demás- nos dice cómo debemos alimentarnos y cuidar de nuestra salud. Todo se hace justificándolo con las mejores intenciones, claro está, pero esta benevolencia de apariencia paternal oscurece un hecho fundamental: los gobiernos hacen todo esto con nuestro dinero, con el dinero que le proporcionamos a través de los impuestos que pagamos, de una manera coercitiva y no voluntaria. Porque los impuestos son eso, algo que se nos impone y que no podemos rehusar, so pena de sufrir fuertes sanciones, incluso la cárcel.
Los altos impuestos de hoy reducen también la actividad económica, pues el dinero que se podría dedicar al consumo privado o la inversión se transfiere así a una institución pública, que lo gasta de acuerdo al criterio de sus funcionarios: la burocracia crece indefinidamente, obligándonos a seguir sus rigurosas normas, el enorme gasto genera los recovecos para que se facilite y florezca la corrupción y los ciudadanos que reciben las ayudas del Estado van cayendo en un estado de dependencia que anula su autonomía y su creatividad. Millones de personas no conciben ya la vida sin los subsidios o los aportes que reciben; sin esa salud o educación “gratuitas” de las que dependen o esa seguridad social que se les promete. Pero estos servicios, cuya calidad es baja o tiende a empeorar, no son gratuitos: podrían ser contratados de un modo libre si a los ciudadanos no se les quitara una buena parte de sus ingresos para transferirlos al Estado por medio de sus impuestos.
Es difícil que, por ahora, pueda revertirse esta tendencia. Pero es importante alertar sobre los males que produce, sobre la crisis que afronta el llamado “Estado de bienestar” en muchos países desarrollados, sobre los riesgos que para nuestra libertad representan los gobiernos que en todo intervienen y todo lo quieren controlar, aunque su mismo gigantismo los lleve –casi siempre- a una creciente ineficiencia. Y debemos hacerlo antes de que sea demasiado tarde, antes que nuestras sociedades pierdan todo su vigor y su creatividad ahogadas por una maquinaria burocrática que se endeuda cada vez más, comprometiendo la libertad de las futuras generaciones.