Al presidente norteamericano Donald Trump se lo ha criticado por muchos motivos, algunos justificados y otros no, como siempre ocurre. La izquierda lo ataca como un fascista xenófobo (que no lo es) y a los liberales clásicos no nos gustan sus amenazas contra el libre comercio mundial, porque de llevarse a cabo traerían perjuicios para todos, en primer lugar para los Estados Unidos. Pero cuando Trump, hace unos días, decidió bombardear al ejército sirio después de que este lanzara gases asfixiantes contra su población civil, todo el mundo lo aplaudió. Unos porque vieron en esa acción una justa represalia contra un ataque inhumano y brutal, otros porque pensaron que Trump retomaría la línea que, en política exterior, tuvieron los últimos gobiernos de su país. No es este mi caso: no me pareció útil u oportuna la acción de los Estados Unidos, por lo que quiero ofrecer al lector una reflexión personal sobre lo sucedido.
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Un ataque con gases contra la población civil es, sin la menor duda, un hecho condenable, bárbaro y brutal; se trata de una acción de la peor especie, no cabe duda alguna. Pero lo que debemos analizar, con la mayor frialdad posible, es la respuesta que se dio a un hecho tan salvaje.
Desde el punto de vista práctico, sin duda, el bombardeo sirvió para muy poco: no tuvo mayor repercusión en el plano militar y, desde luego, para nada ayudó a las víctimas. Fue, en todo caso, un acto simbólico, una expresión del repudio a la utilización de cierto tipo de armas. Pero, aun en este plano, cabe hacer algunas serias objeciones: ¿es la mejor manera de expresar ese rechazo moral el lanzar unas decenas de misiles? ¿Por qué responder así a este acto de barbarie y no del mismo modo, por ejemplo, a los que comete Boko Haram en Nigeria o los que realiza la monarquía absolutista y fanática de la Arabia Saudita? La represalia que analizamos no tenía, en el fondo, ningún objetivo claro, ni militar ni moral.
Pero, al proceder de esta manera, Donald Trump en poco se diferenció de lo que hicieran antes que él Clinton, los Bush u Obama. Porque procedió como una especie de policía mundial, o peor aún, de tutor moral, con jurisdicción sobre toda la humanidad. Y nadie, que yo sepa le ha entregado a los Estados Unidos ese papel.
Guiar la política exterior de la principal potencia del planeta por arrebatos de consciencia moral o por efectos mediáticos es un error práctico y constituye, además, un acto de soberbia que puede perjudicar a todos, sin beneficiar para nada a los Estados Unidos. El gobierno de ese país ha hecho perder ya miles de vidas a los soldados estadounidenses que han tratado de cambiar a Irak y a Afganistán sin lograr que estos países avancen ni un paso por la senda de la democracia liberal. Con su intervención militar (que no tiene visos de llegar a su fin) han desatado nuevas guerras y han hecho aparecer la pesadilla del ISIS, el autodenominado Estado Islámico, que persigue abiertamente el terrorismo y los más brutales ataques. ¿Para qué intervenir entonces, si en vez de lograr resultados concretos, solo se pierden vidas y se gastan cifras inmensas de dólares? ¿Tiene algún sentido que la política exterior sea conducida de este modo, tan visceral y tan poco racional?
Lo que hacen los Estados Unidos interesa a todos y a todos nos afecta, por eso entrego al lector esta reflexión. En América Latina hemos visto virajes importantes en su política exterior y, ahora mismo, su conducta está guiada por una defensa de los derechos humanos que en países como Guatemala se percibe como moralmente injusta y dañina: se apoya y se promueve la persecución de los oficiales del ejército que combatieron hace décadas a la guerrilla marxista, pero se pasan por alto lo que hizo la subversión en su momento. Se insiste en poner en primer lugar, por sobre todo, a la lucha contra la corrupción, pero se atenta para ello a veces contra el propio orden constitucional vigente. Un policía moral actúa, de acuerdo a sus convencimientos y a lo que cree que es justo. Pero, en materia internacional, es muy difícil que entienda las realidades de otros países, su historia, sus costumbres y las circunstancias que viven sus habitantes.
Está bien a nuestro juicio, que Trump quiera hacer renacer otra vez el prestigio y el papel de los Estados Unidos. Es algo positivo, que podría ayudar mucho en las actuales circunstancias. Pero esto no lo logrará interviniendo cuando su presencia no es solicitada o guiándose por consideraciones morales que nunca aplica del mismo modo a todos los países del mundo.