Un tribunal español ha declarado absuelto, hace pocos días, a Carlos Vielmann, quien fuera ministro de Gobernación de Guatemala entre 2004 y 2007. Se lo acusaba de haber formado parte de una conspiración para ejecutar a siete presos que estaban recluidos en el penal de Pavón, en septiembre de 2006, cuando el gobierno de entonces realizó un operativo para eliminar del sitio a las redes de delincuentes que operaban en el lugar. En dicha cárcel circulaban impunemente las drogas, había armas en cantidad y existían varios grupos de delincuentes que desde allí controlaban a las bandas que estaban afuera y realizaban extorsiones, homicidios y otros delitos.
El gobierno del presidente Óscar Berger decidió volver a tomar el control del presidio y para eso realizó un operativo, ampliamente publicitado, con cientos de efectivos policiales. En un enfrentamiento que se produjo al interior del recinto (que es bastante amplio y tiene áreas no edificadas) murieron siete reclusos de alta peligrosidad.
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La Procuraduría de los Derechos Humanos, apoyada por la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) consideró que se había violado los derechos humanos de los detenidos y comenzó acciones penales contra el ministro Vielmann y contra otros tres altos funcionarios: el jefe de Policía, Erwin Sperisen, el director de Prisiones, Alejandro Giammattei y el subdirector de Investigaciones de la Policía Nacional, Javier Figueroa.
Por la doble nacionalidad de varios de los acusados los juicios se desarrollaron no solo en Guatemala, sino también en Suiza, Austria y España. Solo Sperisen, juzgado en Suiza, ha sido condenado; los otros tres han quedado absueltos de todos los cargos, pues no se encontró prueba alguna contra ellos. No las hay.
La acción que se emprendió en la cárcel de Pavón fue completamente legal y, si en ella murieron varios penados, fue debido a que se enfrentaron a balazos con las fuerzas de seguridad. Si se hubiese querido eliminarlos físicamente, en todo caso, no se hubiera realizado un operativo tan difundido por todos los medios de comunicación. Pero, la CICIG y la fiscalía de Guatemala insistieron en ir contra los funcionarios y, según lo determinó la defensa, acumularon indicios poco significativos y recurrieron a testigos sin valor para llevar a cabo la acusación. ¿Por qué lo hicieron? ¿Por qué ese afán de ensañarse contra quienes, precisamente, estaban tratando de cortar las raíces de la delincuencia en el país?
Creo que este caso es una muestra más de la errada concepción de los derechos humanos que se ha ido consolidando en las últimas décadas, no solo en Guatemala sino en toda nuestra región: se persigue de modo implacable a quienes combatieron a guerrilleros urbanos o rurales, pero se cubre con el manto del olvido a las brutales acciones que esos grupos armados realizaron; se dan infinitas garantías a quienes cometen crímenes comunes, pero se castiga a policías o soldados que tratan de conservar el orden. Es justo velar para que todos tengamos los mismos derechos y proteger aun a quienes son delincuentes empedernidos, pero cuando las acciones se llevan sin respetar el debido proceso contra funcionarios y agentes del estado hay derecho a dudar de las intenciones de quienes se erigen como paladines de la justicia.
Puede que la CICIG y la fiscalía de Guatemala hayan procedido por razones políticas, o para demostrar que nadie está fuera del alcance de sus actuaciones… o por cualquier otra razón. Pero las consecuencias han sido muchas, y realmente muy negativas. Por una parte se hizo vivir el calvario de las detenciones, y durante varios años, a personas que solo estaban cumpliendo las funciones propias de sus cargos. Por otra parte se ha extendido la presunción de que la justicia no es igual para todos y que quienes ejercen cargos públicos son perseguidos, con o sin pruebas, por organismos que parecen tener un poder absoluto, algo impropio de una república.
Pero lo más importante es que, a partir de estos procesos, la delincuencia creció de un modo exponencial en Guatemala: sabiendo que los funcionarios que los perseguían eran detenidos y enjuiciados, los jefes de las bandas delictivas se sintieron más seguros que antes y comenzaron a actuar con más impunidad. Lo mismo ha ocurrido y sigue ocurriendo en casi todas partes de América Latina, como bien claro lo muestra el proceso de paz que ahora mismo se está desarrollando en Colombia.
Es justo e importante que se respeten los derechos humanos, no cabe duda. Pero eso no debe hacerse de modo tal que termine estimulando la delincuencia y persiguiendo a quienes, precisamente, tratan de combatirla.