El cambio de gobierno en Argentina ha producido ya, en pocos meses, algunos apreciables resultados. Después de 12 años en que gobernaron Néstor Kirchner y su esposa, Cristina Fernández, el nuevo presidente, Mauricio Macri, ha logrado restablecer el clima de confianza en el país.
La constante confrontación política que los Kirchner impusieron como estilo de gobierno se ha transformado ahora en un clima más calmo y menos crispado, en una reducción de las tensiones que puede apreciarse a simple vista, cuando se recorren las calles de Buenos Aires y de otras ciudades de esa nación y se habla con sus habitantes.
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Durante más de una década tanto Néstor como Cristina Kirchner se dedicaron a aumentar el gasto público de una manera descontrolada, con obvios fines populistas. No para realizar grandes obras o para mejorar la deteriorada infraestructura energética del país, sino para crear subsidios a granel y aumentar hasta límites increíbles la cantidad de empleados públicos.
Muchos de estos empleos eran lo que en el país se llaman “ñoquis”, personas que están en la nómina de las instituciones y cobran sin trabajar. Con estas medidas lograron un apoyo político a su gestión que les permitió mantenerse en el gobierno.
Cuando comenzaron a descender los ingresos públicos, porque ya era imposible aumentar los impuestos y los precios internacionales de las materias primas bajaron de un modo pronunciado, Cristina Kirchner y sus ignorantes economistas impusieron un control de cambios que limitó la libertad económica de los ciudadanos y se convirtió en una especie de subsidio general a las importaciones, con precios artificialmente bajos para el consumidor local.
Los subsidios a la electricidad y otros servicios completaron este cuadro que mantuvo, por unos pocos años, la ilusión de un nivel de vida que el país no podía sostener.
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La situación económica se deterioró, el electorado se volvió finalmente contra la altanería, la conflictividad y la corrupción de sus gobernantes y el llamado kirchnerismo perdió las elecciones de fines del año pasado. Mauricio Macri enfrentó la situación económica con decisión y, ya en los primeros días de su mandato, levantó el control de cambios, lo que permitió la unificación del precio del dólar.
Con valentía y decisión resolvió el problema de los acreedores que no habían aceptado la renegociación de la deuda externa, con lo que se creó un ambiente de confianza que ha favorecido las inversiones nacionales y extranjeras. Al hacerlo, sin embargo, el país tuvo que pagar las consecuencias de haber vivido más de una década en un mundo ilusorio: los precios han subido hasta alcanzar su nivel de mercado, desatando una inflación que se potenció, además, cuando se quitaron algunos subsidios estatales a los servicios públicos.
El gobierno se enfrenta ahora, por eso, a una disyuntiva realmente complicada. Debe combatir la inflación, porque ese fenómeno crea siempre descontento, pero no puede aplicar el remedio adecuado para hacerlo, porque eso también crearía una fuerte oposición de muchos sectores sociales y grupos de presión.
Para detener la inflación debería recortar mucho más los gastos del estado, porque de no hacerlo necesitará emitir más moneda local y, con ello, propiciará una devaluación constante que se convertirá en un aumento constante de los precios. Pero, para recortar los gastos, debería eliminar muchos miles de empleos públicos y quitar enormes subsidios a los que muchos están acostumbrados, con lo que aumentarían sin duda las protestas de la izquierda y los seguidores del matrimonio Kirchner.
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Ante esta disyuntiva Macri ha optado por transitar un camino intermedio: se han eliminado multitud de empleos fantasma, se han quitado algunos subsidios pero el ajuste, en realidad ha sido incompleto, insuficiente como para nivelar unas finanzas del estado que no pueden recibir el aporte de nuevos o más altos impuestos.
Por ahora, a pesar de las protestas de los exaltados que quieren volver al pasado, la popularidad del presidente se mantiene suficientemente alta como para resistir los embates de sus oponentes. Los argentinos comprenden que la solución a sus problemas no puede ser instantánea y apoyan, en general, a la administración de Macri y de sus aliados políticos.
Argentina puede recuperarse, no cabe duda, y volver a ocupar el sitio de importancia que tuvo en otros tiempos en la economía mundial. Pero para ello debe persistir en el camino que ha emprendido, mantener el orden interior y seguir desmantelando la estructura de intervencionismo que ha ahogado el crecimiento del país en las últimas décadas.