EnglishEmbajadores europeos, de un modo más o menos desembozado, recorren América Latina para imponernos su agenda, sus puntos de vista y, en última instancia, un modelo de vida que nos presentan como el único legítimo, moral y eficaz. El respeto irrestricto al medio ambiente, combate a la pobreza por medio de transferencias directas a los más pobres y la intervención del Estado en la economía y la vida civil son parte de ese mensaje que, indefectiblemente, va acompañado de un reclamo por aumentar los impuestos.
Se nos transmite con insistencia la idea de que sin una expansión del Estado es imposible el desarrollo económico y la paz social. Parecería que ellos viven en un mundo perfecto y que, generosamente, se ofrecen para darnos la receta de tan maravillosa panacea. Pero no es así, de ningún modo.
En primer lugar porque Europa —y los Estados Unidos también, por cierto— no han logrado superar aún los efectos de una crisis económica que estalló hace ya más de cinco años y que ha llevado a casi todos sus países a la recesión y el desempleo.
La crisis, más allá de los detonantes coyunturales que tuvo, proviene justamente del endeudamiento de unos Estados que absorben aproximadamente la mitad de la economía nacional y que tratan de garantizar absoluta seguridad a sus sociedades: Educación y salud para todos, seguros de desempleo, pensiones y jubilaciones para una población relativamente joven, vivienda… y mucho más.
Lo peor del caso es que, siguiendo políticas económicas intervencionistas, se ha tratado de resolver las secuelas de la crisis inyectando más dinero a las economías, aumentando los gastos del Estado y, por lo tanto, el descomunal endeudamiento público ya existente. Los resultados están a la vista: No hay casi crecimiento, el desempleo no cede, y Europa va perdiendo su lugar entre las potencias del mundo mientras crecen las economías —y el bienestar humano— de muchos países de Asia.
No extrañará que en medio de este cuadro deprimente, los electores hayan asestado un duro golpe a los partidos políticos dominantes en las recientes elecciones del Parlamento Europeo. Partidos que cuestionan la existencia de la Unión Europea desde la izquierda o desde la derecha han hundido a los socialistas, socialdemócratas y demócratas cristianos, haciéndolos retroceder más allá de sus peores desempeños históricos.
La reacción es comprensible —porque esos partidos son los creadores de la Europa actual— aunque la solución, nos parece claro, no se encuentra en las propuestas de los nuevos radicalismos: No es expulsando a los extranjeros o castigando a los banqueros que Europa va a salir de su crisis, sino revisando a fondo políticas que hasta ahora se han presentado dogmáticamente como las únicas posibles y aceptables.
El llamado Estado de Bienestar, que garantiza seguridad a las personas “desde la cuna hasta la tumba” es sumamente costoso, se convierte en un lastre para el crecimiento y, sobre todo ante los cambios demográficos que han experimentado esos países, resulta del todo inviable si intenta mantenerse como hasta hoy: No es posible que siga otorgando extendidos servicios a todos los habitantes si no recauda mayores fondos, y no es posible obtener estos fondos sin afectar seriamente el desarrollo de la economía.
Pero nadie en la Unión Europea parece tener el coraje o la lucidez como para plantear este problema en sus reales términos. Y ya se sabe que no hay verdaderas soluciones para un problema si éste no se aborda con franqueza, si se evade la realidad y se trata de actuar como si no existiera.
Pero no sólo en el plano económico y en el de las políticas sociales se nos pretende exportar un modelo que exhibe hoy todas sus limitaciones y defectos. Es también lamentable que se nos trate de imponer una visión de la justicia sesgada y desequilibrada, que justifica los crímenes de los guerrilleros del pasado pero no admite perdón para quienes los combatieron, que nos presentan como cruciales problemas que no tenemos y que, en algunos casos, llega a estimular las protestas de grupos minoritarios que apelan a métodos de lucha autoritarios y desestabilizadores; que acepta como democráticos a los autoritarismos de Venezuela o de Cuba, pero da la espalda a quienes luchan por la libertad en nuestro continente.
¿Es ése el modelo que los europeos pretenden que adoptemos? ¿El de un intervencionismo del Estado en la economía que nos llevó a un retraso significativo durante la segunda mitad del siglo pasado? ¿El de una justicia que perdona la violencia de unos y no la de otros? Creo que ha llegado ya la hora de revisar la visión del mundo que nos predican quienes después de varias décadas de seguir políticas erradas, se encuentran hoy en un callejón sin salida.