EnglishEl próximo domingo 25 de mayo los colombianos votarán en la primera vuelta de las elecciones presidenciales, a las que acuden cinco principales candidatos, incluyendo al actual presidente, Juan Manuel Santos. Sin embargo, es muy probable que tengan que acudir a una segunda vuelta un mes después porque las preferencias están bastante divididas, aunque en todo caso las encuestas muestran en los primeros lugares al actual presidente y al candidato del uribismo, Oscar Iván Zuluaga. Las elecciones se realizarán mientras prosiguen, en La Habana, las conversaciones entre los delegados del gobierno y los de la principal guerrilla del país, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) —que vienen desarrollando sus actividades subversivas desde hace más de cincuenta años—, lo que crea un telón de fondo muy particular y complicado. A este tema nos referiremos en las siguientes líneas.
Las conversaciones, aunque lentamente, muestran progresos: Ya se han resuelto algunos puntos difíciles, como el de la desmovilización de los alzados en armas y el relativo a la política agraria, que incluye el reparto de tierras fiscales a quienes han sido afectados por la guerra. Pero los acuerdos aún no se conocen en detalle, lo que suscita naturalmente cierta inquietud en la población, y falta todavía definir el amplio y complejo tema del narcotráfico –con el que las FARC están fuertemente ligadas– y el de las reparaciones a las víctimas del conflicto, que se calculan en nada menos que cinco millones de personas, incluyendo desplazados, heridos, gente que ha perdido sus tierras y otros bienes, así como el caso de las viudas y los huérfanos. Pero hoy son dos puntos los que más preocupan a los colombianos: El del castigo a los responsables de la violencia y el del resarcimiento a esas numerosas víctimas.
Sobre el primer tema hay, de hecho, un dilema de hierro del que es imposible escapar: Si no se castiga a los responsables de las miles de atrocidades cometidas durante el conflicto, surgirá el clamor de las víctimas reclamando justicia, pero si se procede con los castigos se pondrá en peligro la paz, ya que comenzará un ciclo inacabable de juicios capaz de desestabilizar por completo al país, pues son innumerables los guerrilleros, militares y miembros de milicias particulares que han cometido violaciones de los más elementales derechos humanos.
A mi entender es absolutamente indispensable llegar a una amnistía firme, amplia y duradera, o no se podrá avanzar realmente hacia la paz, porque nadie en su sano juicio va a deponer las armas si se le augura un futuro en que pasará la vida en prisión. Pienso que si se quiere imponer un ejemplar y justo castigo a los culpables, habría que proseguir la lucha hasta aniquilar todo vestigio de insurgencia. La conclusión es dura, implica un elevado costo, pero –a mi juicio– ese es el precio que hay que pagar por un bien tan valioso como la paz: Es preciso acordar una verdadera y amplia amnistía.
Hay que recalcar que la amnistía debe ser realmente completa y duradera: Así como quienes enfrentaron a la guerrilla en nombre de la constitución deberían deponer todo anhelo de justo castigo, del mismo modo deberían hacerlo los que se levantaron en armas y los que en nombre de los derechos humanos –apoyados siempre desde el extranjero– desean castigar a los militares que cometieron abusos en una lucha que fue despiadada y que no respetó convenciones ni acuerdos internacionales. La experiencia latinoamericana muestra a las claras la injusticia cometida cuando, pasando por alto las amnistías firmadas, se han abierto juicios contra quienes lucharon, en su momento, desde el lado de la legalidad. No se puede firmar un acuerdo en el que una de las partes solo pretende ganar tiempo para vengarse, años después, de las atrocidades cometidas.
Si difícil es entonces el camino hacia la paz, muy complicado es también el tema de los resarcimientos. ¿Se puede compensar a cinco millones de personas por los daños materiales y espirituales sufridos? ¿No se requeriría de un inmenso presupuesto que acabaría con las finanzas del país y obligaría a decenas de miles de personas a identificar víctimas reales, establecer montos y administrar una suma completamente desproporcionada? ¿No han sido todos los colombianos, acaso, víctimas directas o indirectas de una guerra interna tan prolongada y despiadada? ¿Deben pagar las nuevas generaciones por los desmanes de tiempos pasados? Por eso pienso que, de haberlos, los resarcimientos y compensaciones deben ser limitados, taxativamente claros en su alcance y proporcionales a los recursos disponibles.
Sé que estas conclusiones parecerán extremas para muchos lectores. Pero la paz, la apertura de una nueva etapa en la vida de una nación, impone siempre sacrificios e implica por eso un precio a pagar. Requiere de una actitud elevada que ponga al perdón por encima de los justificados rencores de millones de personas. Es el único modo de mirar hacia el futuro sin arrastrar el pesado lastre de un pasado que los colombianos desean sin duda sepultar.