EnglishHace pocos días, el gobierno venezolano anunció la creación de una nueva dependencia oficial, el Viceministerio para la Suprema Felicidad del Pueblo. Por supuesto, las bromas y las burlas no han cesado desde ese momento, pues tan rimbombante título supera en ridiculez todo lo conocido, además de elevar a un nivel alucinante el populismo de los herederos de Chávez.
¿Qué felicidad puede proporcionar un nuevo organismo gubernamental que solo aumentará la burocracia y los gastos del gobierno, en un país azotado por una inflación que supera el 40% anual, donde no es posible conseguir dólares para las importaciones o los viajes, y donde los estantes de los supermercados cada vez están más vacíos?
El asunto sería realmente cómico si no fuera por la tragedia que todos los días viven los venezolanos, quienes han visto cómo – poco a poco – se han destruido no solo la infraestructura del país y su economía, sino la misma convivencia social amenazada por un experimento socialista chapucero y brutal. Por eso, no es mi intención sumarme al coro de justificadas burlas que ha despertado la medida sino analizar, brevemente, lo que hay detrás de este disparate del gobierno de Venezuela.
Lo que Nicolás Maduro ha hecho no es, como podría pensarse, un alocado acto irreflexivo: detrás de la creación de ese viceministerio hay una concepción de la política social que no es exclusiva de los chavistas – ojalá fuera así – sino que es compartida por gobiernos en apariencia mucho más serios y responsables de todo el mundo. La idea de fondo, para expresarla brevemente, es que la pobreza y la infelicidad se “combaten” por medio de los subsidios o transferencias que los gobiernos deben entregar a los más pobres. Se supone que así, entregando dinero o alimentos a quienes viven en la pobreza, éstos saldrán mágicamente de la condición en la que se encuentran y pasarán a engrosar las filas de los llamados “no pobres”.
Lo triste es que este razonamiento simplista lo difunden, como si fuera la más profunda sabiduría, decenas de funcionarios de las Naciones Unidas y del FMI, gobernantes y diplomáticos de los países más desarrollados y hasta empresarios y financistas privados, que creen que la solución a la pobreza es que el estado quite a unos mediante los impuestos, lo que luego entrega a otros por medio de sus subsidios y sus dádivas.
Decimos que el razonamiento es simplista – aunque en realidad, es completamente falso – por una variedad de razones. En primer lugar, porque de la pobreza solo puede salirse por medio de la creación de riqueza: una persona o una familia pobre necesita tener un flujo constante de ingresos, superior a cierta cantidad, para salir de la situación en que vive. De nada vale que se le entregue algo que han producido otros –los que pagan los impuestos- si ellos mismos no son capaces de producir los bienes y servicios que consumen. El estado no crea riquezas, solo las reparte, y para cambiar las condiciones de vida de las personas necesita extraer una inmensa masa de recursos de la economía productiva que, en definitiva, afecta severamente la misma creación de riquezas.
Como no es posible alimentar a una cantidad creciente de personas y como las presiones políticas para aumentar los subsidios nunca se detienen, los gobiernos se endeudan más allá de sus posibilidades, como ha sucedido en tiempos recientes en los Estados Unidos y casi todos los países europeos. Estallan así las crisis, las recesiones y los tropiezos de la economía, lo que genera entonces más desempleo, o más inflación, o más impuestos. Al final se llega al objetivo opuesto a aquel que se procuraba alcanzar en un principio: las acciones de los estados para combatir la pobreza terminan generando… ¡más pobreza!
Pero aparte de estas consecuencias económicas, las transferencias a las que nos referimos generan otros efectos también muy negativos, tal vez peores que los que afectan al conjunto de la economía: son el caldo de cultivo de la corrupción de los funcionarios públicos, por cuyas manos pasan enormes cantidades de dinero. Además, crean una actitud de dependencia entre quienes reciben las dádivas gubernamentales, que se acostumbran a la idea de que tienen el derecho a recibir esos subsidios y no están obligados a hacer ningún esfuerzo propio para mejorar su situación.
Se genera así un círculo vicioso, del que cada vez es más difícil salir, que termina empobreciendo a las sociedades en su conjunto. Venezuela, por eso, es apenas el ejemplo extremo, ridículo y trágico a la vez, en el que hoy todos nos deberíamos mirar.