EnglishMercosur, en su última reunión plenaria, ha decidido reincorporar al Paraguay – uno de los firmantes originales del acuerdo – que había sido excluido de sus filas luego de que el presidente Fernando Lugo fuese destituido por el congreso de su país.
Lugo es un ex-sacerdote católico romano que tenía lazos de afinidad con el presidente Hugo Chávez de Venezuela y, en general, con la izquierda populista sudamericana. Gobernaba encabezando una frágil coalición que se rompió – después de un serio incidente en el que hubo muertos y heridos – y por eso afrontó un juicio político en junio de 2012, que lo destituyó de su cargo de presidente. El proceso fue rápido, aunque totalmente apegado a la constitución paraguaya, pero la velocidad con que se ejecutó sirvió de excusa a los demás miembros del Mercosur para excluir de sus filas a ese país, alegando que al presidente Lugo no se le había dado la oportunidad de defenderse de manera adecuada.
La verdadera razón de esta drástica resolución, sin embargo, proviene de que el senado paraguayo, desde tiempo atrás, se había opuesta a la entrada de la Venezuela chavista al Mercosur. Excluyendo al Paraguay se logró incorporar entonces a ese país como miembro pleno del acuerdo.
Con la reciente elección de Horacio Cartes se subsanó en parte esta situación, pero no se solucionó el problema de fondo: Paraguay podrá reintegrarse ahora al Mercosur – que integran además de Venezuela, Brasil, Argentina y Uruguay – pero los paraguayos han informado que no aceptan la presencia de Venezuela en esa alianza y que no se reintegrarán mientras Nicolás Maduro, su presidente, ejerza la presidencia pro tempore de la organización. No desean que Venezuela, un país de políticas socialistas, continúe como miembro de la organización.
Los datos anteriores sirven para mostrar con claridad que ese bloque de naciones antepone consideraciones políticas a las necesidades de la integración económica, pues supedita la permanencia de algunos de sus miembros a razones de conveniencia coyuntural. La desigualdad entre sus economías, que van desde el gigante brasilero a la pequeña economía paraguaya ha incidido también en que sus políticas comerciales queden marcadas por lo que interesa ante todo al Brasil y, en cierta medida, también a la Argentina: Mercosur posee altos aranceles externos comunes e innumerables excepciones para diversas clases de productos, lo que lo convierte más en un acuerdo de proteccionismo colectivo que en una verdadera palanca para favorecer el libre comercio: desvía comercio, como dicen los economistas, en vez de acrecentarlo y diversificarlo.
Contrasta con su estilo la recientemente creada Alianza del Pacífico, integrada hasta ahora por México, Colombia, Perú y Chile, que se orienta a bajar con decisión las barreras arancelarias y a promover el comercio internacional, en especial con la pujante región del Asia Oriental. La Alianza no es un club de afinidades políticas como el Mercosur, no se inclina hacia el proteccionismo y pronto puede integrar entre sus miembros a Costa Rica, Panamá, Guatemala y posiblemente otros países. No sabemos si mantendrá esta positiva orientación en el largo plazo, pero ya ha dado pasos significativos para convertirse en un punto de referencia para casi toda la América Latina. Los brasileros, sin duda, miran con cierto recelo la emergencia de este otro polo regional, que compite con el liderazgo que mantienen en el Mercosur.
El contraste entre estas dos organizaciones supranacionales nos lleva a recordar la forma en que, décadas atrás, fracasaron muchas iniciativas de integración, mientras otras lograron prosperar y ampliarse. Bien conocido es el caso de la actual Unión Europea, que comenzó como un pacto de comercio abierto entre solo seis naciones y hoy integra a 28 países: a pesar de sus limitaciones y de las dificultades por las que atraviesa actualmente, la Unión ha logrado una firme y bastante profunda integración entre sus miembros; también debe mencionarse el tratado de libre comercio de la América del Norte (NAFTA, por sus siglas en inglés) que ha incrementado enormemente el comercio entre sus tres socios, Canadá, los Estados Unidos y México, así como el más reciente acuerdo de Estados Unidos con Centroamérica y República Dominicana (CAFTA-DR, por sus siglas en inglés) que ha dado resultados menos espectaculares pero igualmente positivos.
No ha sido ese el destino de otros acuerdos, que naufragaron acorralados entre dos equivocadas orientaciones: la politización extrema y el proteccionismo solapado, que abría el comercio para muchos renglones, pero los cerraba en la práctica para los que de verdad eran importantes. Este fue el caso, entre otros, del llamado Pacto Andino –que hoy adopta el rimbombante nombre de Comunidad Andina de Naciones pero que resulta por completo intrascendente- y del ya desaparecido Mercado Común Centroamericano, que acabó a finales de los años sesenta cuando estalló la guerra entre Honduras y El Salvador.
Las conclusiones de este recuento son claras: no hay integración posible cuando se pretende defender los intereses de grupos de industriales o agricultores locales, o cuando se pretende convertir a los acuerdos en plataformas de lanzamiento para determinadas políticas internacionales. En cambio, cuando se rebajan aranceles, se alivian las restricciones fronterizas y se tiende a permitir el libre flujo de mercancías, capitales y personas, se logra un rápido y sostenido crecimiento económico. El libre comercio, entendido como real libertad para realizar transacciones económicas de todo tipo más allá de las fronteras y las burocracias nacionales, es la mejor palanca que tienen las naciones para progresar y avanzar en la vía del bienestar. Y esto ha sido así desde tiempo inmemorial, por razones que la teoría económica ha comprendido bien desde hace ya dos siglos.