EnglishQue Argentina vive entregando subsidios no es ninguna novedad. El subsidio al cine argentino es un tema que ha pasado desapercibido en el país; la promoción del séptimo arte nacional no despierta polémicas y las críticas son escasas.
Esta dicotomía de lo nuestro versus lo extranjero tampoco nos llamará demasiado la atención. El Gobierno de Cristina Kirchner ha aumentado los subsidios a la producción de películas, según datos de La Nación Data, de casi AR$47 millones en 2008 (US$3,6 millones) a un total de AR$130 millones (US$10,15 millones).
Muchos de los subsidios se destinaron a productores cinematográficos o directores amigos afines a las ideas kirchneristas. Entre los beneficiados aparecen empleados, funcionarios y dirigentes del kirchnerismo.
Pero más allá de a quién o cuánto dinero fue a parar a las arcas de los productores privados, ¿quién es el el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA) para escoger —arbitariamente— que obras merecen ser subsidiadas?
El INCAA, que cuenta con un presupuesto asignado por el Congreso para su funcionamiento, no obtiene los fondos para los subsidios del presupuesto, sino a través del Fondo de Fomento Cinematográfico (FFC). Un organismo que se nutre, entre otras fuentes, del 10% del precio de las entradas de cine, y de una tasa fija que abonan los canales de TV abierta.
Pero como todo espíritu regulador que tiene por naturaleza el funcionario público, no interesan aquí los gustos —o disgustos— de los espectadores sino el grado de interés que encuentre el empleado de este organismo en una película dada. Con una absoluta discreción estipula cuáles serán las cintas beneficiadas. A diferencia de la mayoría de las actividades comerciales, el cineasta no incurre en ningún riesgo: los costos de los fracasos cinematográficos recaen sobre el resto de la población.
Las cuotas de películas de producción local en las salas de cine, y los aranceles a las copias de películas extranjeras, son algunos de los mecanismos que utiliza el Estado para la promoción de filmes de origen nacional.
De esta manera, sucede que se terminan produciendo películas con nulo interés de parte del público, como fue el caso de Miseria, que contó con solo 13 espectadores y se publicitó solamente en una sala de cine en todo el país. Esta obra recibió entre 2009 y 2011 subsidios del Estado por AR$667.387 (algo más de US$50.000), es decir el Estado desembolso casi US$4.000 del dinero de los contribuyentes por cada espectador que asistió a las exhibiciones de Miseria. Su nombre resulta muy atinado.
Cuando el Estado juega a ser empresario, y entrega subsidios para ciertas películas, no tiene en cuenta la experiencia del director, la trascendencia de los actores involucrados, la profesionalidad de la productora, o la locación adecuada —como sí tienen en cuenta los empresarios que invierten su propio dinero en las producciones.
Juegan a asignar recursos con plata de todos y encima quedan bien parados siempre. ¿No sería más justo para todos los argentinos que sea el público el que premie o castigue una producción? ¿No sería más justo también que subsidien las películas argentinas aquellos interesadas en verlas?
Aquellas películas que no miramos —ni muchas veces sabemos que existen— le resultan sumamente costosas al resto de la sociedad. Más allá de la eficiencia con la que se asignan los recursos estatales, el principal problema subyace en la inmoralidad de asignar arbitrariamente dinero de los contribuyentes a algo tan personal como son los gustos culturales.
El cine de este país no está ajeno al clientelismo corporativo ni a las fallas que siempre existirán en la asignación de recursos. Porque el Estado no tiene otra opción por su naturaleza que ser “ferpecto”.
Con la contribución de Adam Dubove.