Tomarse un taxi puede ser una experiencia muy distinta dependiendo de la ciudad donde uno se encuentre. Más allá de las tarifas, varían mucho el trato, la picardía, el ambiente, el olor, y la forma de pago.
En Buenos Aires, los taxistas son como psicólogos. Se charla con ellos de todo los temas: desde el clima, la cotización del dólar estadounidense, las elecciones en Bolivia, Uruguay y Brasil; y hasta de problemas amorosos. Algunos taxistas argentinos pertenecen a una categoría que a mí me gusta denominar como todólogos, porque saben un poco de todo.
Con Daniel, el taxista de Saavedra anoche, hablamos de economía:
—Buenas noches, a Thames y Niceto por favor.
—¿Vamos por el bajo? —preguntó Daniel.
—Por donde sea más rápido —contesto bajando un poco la ventana para evadir el olor a cigarro—. Son vísperas de feriado y pareciera que nadie se fue de viaje. Se quedaron todos en la ciudad este fin de semana largo.
—Sí, la verdad es que por el tráfico parece un día sábado.
Al fondo se escuchan los ruidos del radiotaxi: una mujer habla, de lejos, pidiendo un móvil a Callao y Marcelo T. de Alvear.
—¿Cómo funciona la tarifa del radiotaxi ahora? —interrogo, curiosa.
—Mi empresa de radiotaxis cobra un adicional de AR$5. Pero por ley deberían cobrar seis fichas, que en suma es bastante más que cinco pesos. Pero bueno, qué le vamos a hacer —fustiga.
—¿Cómo es eso de que hay una ley que regula cuánto debe cobrar las empresas de radiotaxi?
—Claro, fijate por ahí —me marca en el carnet identificatorio de tarifas el número de ley y su descripción—. Si me preguntás a mí, deberían regular todos los precios del mercado. Es una cosa grotesca cómo nos roban los comerciantes.
—Yo recuerdo que en una época, a comienzos de 2002, por ahí, los radiotaxis cobraban un adicional, era una época de mucho secuestros. Luego cuando todos empezaron a cobrar…
—Sí, empezaron todos a cobrar cualquier cosa, todas las empresas cobraban algo distinto. Unos cobraban AR$10 pesos, otros $2, otros $5 y así. Entonces el Estado vino y fijó la tarifa para todos.
—¿Y a usted le parece bien? Le pregunto, porque yo como cliente podía elegir la empresa que mejor me convenía, ya sea la más barata, o la que mejor trato me daba a cambio de su servicio. Por ejemplo, yo estaría dispuesta a pagar unos $5 más aproximadamente por llamar a un móvil que tenga olor a limón y esté súper limpio, sin olor a cigarillos de pasajeros anteriores.
—Puede ser —dice sin mucha convicción— pero había empresas que cobraban cualquier cosa. No puede ser que una Coca-cola cueste $8 en un quiosco y $15 en otro. El segundo quiosco te está robando a mano armada y nosotros como consumidores no tenemos quién nos proteja. Así con todos.
—Pero usted en ese ejemplo no está tomando en cuenta que seguramente en el quiosco donde sale $15 el alquiler cueste el doble, o trabaja de noche, o simplemente la gente está dispuesta a pagar ese dinero por una botella. Simplemente usted es libre de negarse a comprar la gaseosa, pero tienen todo el derecho a venderla al precio que quiera.
—La telefonía, el cable, todos esos nos roban. ¡Nos roban! —baja un poco la ventana para que pase la brisa de una noche templada.
—Simplemente cobran el precio resultado de la oferta y la demanda—aseguro un poco desmotivada, viendo que no voy a llegar a buen puerto con esta conversación—. ¿Usted acaso me está robando por cobrarme el viaje?
—Yo te cobro lo que dice la ley —me muestra el reloj con la tarifa—, ni más, ni menos.
—¿Usted se imagina a unos funcionarios planificando cuál será el precio justo de todos los bienes en una economía? ¿Qué es un precio justo?, ¿$12, 6, 7,50, 22 por una docena de pastelitos?
Luego callamos. Recordé la teoría del valor subjetivo, y me amargué con la recientemente aprobada Ley de Abastecimiento que propone márgenes de ganancias máximas y podría dar autorización a las autoridades a dictaminar el precio de un bien.
El viaje costó uno $75 pesos y un lindo dolor de cabeza. Nos falta tanto a nuestra sociedad para entender que un intercambio de bienes (en este caso, transporte por dinero) no es un juego de suma cero donde él gana y yo pierdo, sino que es un juego de seducción: ambos ganamos, nos beneficiamos de ese intercambio.
—Gracias, quedate con el cambio. Buenas noches —le digo al bajar.
—Chau, corazón. Que te diviertas.
Editado por Elisa Vásquez.