Una pareja fue multada con US$746 en el estado de Florida, Estados Unidos por infirngir una norma que estipula que para organizar alguna actividad caritativa en el espacio público, los interesados deben pedir una autorización previa al gobierno.
La caridad en una plaza, en la calle, un parque no puede ejercerse libremente. Por lo menos así lo expresa una ordenanza en la ciudad de Daytona Beach. ¡De locos! Claro… ¡Cómo vas a ayudar a otras personas! ¡Qué osadía! La intromisión del Estado en este caso en particular es tan ridícula que roza lo absurdo. Un caso que ejemplifica a perfección la filosofía paternalista de la mayoría de los estados modernos.
Son leyes que nacieron sin sentido común, para justificar los sueldos de los políticos y burócratas que integran el aparato estatal estadounidense. Hay normas, por un lado, que lo que buscan es simplificar las transacciones entre individuos, bajar los costos de transacción para que se realicen más intercambios y de mejor calidad. Sin embargo, hay leyes que exceden ese rol y pecan de ambiciosas. Van más allá de lo que les corresponden, y por eso su “remedio” es peor que la enfermedad.
En este caso, dos personas comunes y corrientes quisieron ayudar voluntariamente a gente hambrienta. Pero el Estado, en su afán por cumplir este tipo de leyes insólitas, se encapricha en ponerle aun más trabas a la gente que se queda fuera del sistema. Y lo peor es que seguramente se quedaron fuera del sistema gracias a muchas de esas leyes que dicen querer protegerlos.

Cuanto más quiere hacer el Estado por los que menos tienen, más termina embarrando la cancha. Si realmente estuviese preocupado por mejorar la calidad de vida de estas personas sin techo, legalizaŕía inmediatamente todo tipo de interacción espontánea y voluntaria entre ellos.
Otro caso en Estados Unidos que podría ilustrar esta situación es el famoso episodio en el sur del Bronx, Nueva York, protagonizado por la mismísima Madre Teresa de Calcuta. En esa ocasión, el estado de NUeva York no le habilitó un refugio para 64 personas sin techo porque sus misioneras se negaron a ponerle un ascensor.
El costo de poner un ascensor podría haber ascendido, en aquel año de 1988, a US$150.000. La Madre Teresa y otras monjas de su congregación consideraron un costo excesivo que no ayudaría a los pobres y elevaría aun más el costo de la remodelación del refugio que ya estaban por arrancar.
Las monjas terminaron rechazando su intención de crear el refugio. Dijeron que el episodio les sirvió para “conocer la ley y sus varias complicaciones”.
Muchos de estos requisitos pasan desapercibidos para el ciudadano de a pie, pero son leyes que rigen y muchas veces socavan la iniciativa privada.
La única manera que tiene el Estado de poder hacer algo realmente beneficioso para la porción más humilde de la población es dejar que los que quieran ayudar, ayuden, y asegurar que esa libertad de interacción suceda sin trabas burocráticas de ningún tipo.
Lo que sabemos que de ningún modo ayudará es una multa y un documento que les prohíba volver a entrar a ese espacio público.