Los gobiernos populistas en general, y los que presumen de socialistas en particular, tienen una predisposición perversa a establecer las tarifas y precios de los servicios públicos esenciales como electricidad, agua y, cuando son dueños del recurso energético, combustible, por debajo de su costo verdadero. Desde hace ya casi medio siglo, los intentos por mantener niveles de tarifas sustentables ha chocado con una falange de partidarios del almuerzo gratis que dificulta resolver el problema.
Como en tantas otras cosas, el socialismo del siglo XXI ha logrado exceder con creces las veleidades populistas de anteriores gobiernos para llevar esos servicios a la prostación total, y dificultar la posibilidad de un reajuste que recupere la economía. El paroxismo de irrealidades tarifarias es, por supuesto, la gasolina, producto que hoy, en decenas de miles de litros, es menos costoso que un cartón de huevos. Pero si bien no resulta tan obvio a simple vista, algo parecido sucede con la electricidad, el agua, la telefonía y pare usted de contar.
De particular premura en este momento es el problema de las tarifas eléctricas. Que el Sistema Eléctrico Nacional (SEN) ha colapsado por incapacidad, mal diseño de gestión gerencial, malversación de recursos, y fuga de talento propiciada por salarios ínfimos a personal altamente calificado es cierto. Pero también lo es que durante años la electricidad prácticamente se ha regalado a un 30 % de la población considerada como vulnerable, y cobrado a tarifas irrisorias, si es que se cobra a los demás usuarios privados e industriales.
Algunas cifras pueden dar idea de la magnitud a la que ha llegado el problema: en estos momentos, el país está consumiendo al ínfimo nivel que permite el colapsado sistema del SEN. Esto representa menos de 8 000 megavatios de los 18 000 MW que consumía cuando era una economía boyante. Si aun en esa menguada cifra el servicio se cobrara a niveles equivalentes de los que existen en países en que las tarifas se calculan para que el servicio sea sustentable y capaz de hacer las inversiones necesarias para su expansión a la medida que crece la demanda, la factura total por electricidad debería estar en el orden de 6 000 000 millones al año y a juzgar por las tarifas presentes, lo que se recauda llega a escasos 200 millones de dólares.
Si sumamos a esto lo que sucede con el agua y la gasolina regalada, podemos estar hablando de casi 10 000 millones de dólares que se dejan de cobrar y para lo cual no hay posibilidad alguna de arbitrar recursos para subsidios que se prolonguen en el tiempo. Difícilmente se podrá proponer un plan de rescate y refinanciamiento serio a organismos multilaterales si como parte de la propuesta se incluye no cobrar los servicios. Tampoco parece lógico que chinos o rusos vayan a aportar fondos para semejante displicencia.
La primera reacción en el debate seguramente será que las tarifas hay que corregirlas “gradualmente”. La pregunta que habrá que hacerse refiere a qué nivel de gradualidad se puede aplicar a sincerar la tarifa de un servicio que básicamente se está regalando.
Un primer paso podría ser elevar de una vez las trifas a precios internacionales de servicios equivalente para los usuarios comerciales e industriales, y a un 50 % de eso valor a los usuarios residenciales. Esto tendría que venir acompañado de subsidios directos a la población más vulnerable, lo cual requeriría financiamiento puente de los multilaterales, porque lo que es indispensable es poder remunerar a los prestadores del servicio a tarifas que justifiquen brindarlo, y sobre todo, hacer las inversiones de recuperación que tan urgentemente se necesitan.
Este dilema debe ser ponderado con seriedad y sentido de urgencia por quienes buscan la salida política a la crisis nacional de un país que sin duda sufre la distorsión de precios relativos más grande de la historia contemporánea mundial.