Christine Lagarde, presidenta del Banco Central Europeo, recientemente aseguró que Bitcoin es especulativo, está lejos de ser una moneda (currency) y es utilizado para lavado de dinero, razones por las cuales concluyó, en un esfuerzo por ahuyentar toda originalidad, que debe ser regulado.
Podemos aplazar el debate acerca de las inexactitudes de su discurso, poco informado de los elementos inherentemente especulativos del intercambio, de las proporciones reales de actividades ilegales que se producen en el ecosistema Blockchain —ínfimas en comparación con las que se ejecutan en efectivo—, de las regulaciones que ya existen y, lo más importante de todo, intenta obviar el hecho de que aquello que otorga calidad de dinero a un activo no depende solo de antojos burocráticos. En palabras más ramplonas: no decide ella qué es un medio de cambio y qué no.
Para el tema que nos compete podemos también hacer caso omiso a la reciente subida de precio de la criptodivisa principal y al interés coyuntural que en estos momentos genera, especialmente, entre ingenuos que buscan hacerse millonarios de la noche a la mañana. Sin embargo, seguramente Lagarde no cuenta con la libertad de ser indiferente a la atracción que el tema está ocasionando.
Criptodivisas vs. fiat
Bitcoin podría ser solo una anécdota divertida si no fuese por su potencialidad para impulsar una modificación sustancial del Estado contemporáneo como lo conocemos.
Tal vez luzca optimista subrayar el hecho de que los proyectos sustentados por tecnología blockchain, especialmente ante su creciente adopción, compiten con las fiat, esto es, con todas las divisas exclusivamente sustentadas en la confianza que la ciudadanía pone sobre los hombros de los bancos centrales y sus políticos.
Al representar una alternativa real, saliendo definitivamente del ámbito de los proyectos curiosos, para consolidarse como un hecho consumado e infrenable, Bitcoin y sus aledaños encarnan una brecha inédita en la capacidad de financiación infinita con la que, hasta hace poco, contaban monopolicamente gobiernos y autoridades centrales.
Una decisión que no existía
Ahora cualquier persona del mundo tiene alternativas al dinero tradicional, por lo tanto, los burócratas tienen buenas razones para mostrar recelo. La perspectiva de una población dispuesta a abandonar progresivamente el uso de moneda fiat supone la disolución de un poder casi absoluto en manos de algunos funcionarios, dado que estos proyectos limitan, objetiva e irremediablemente, su capacidad confiscatoria, fundamento de toda la política fiscal.
El hecho de que el ciudadano cuente con la posibilidad de realizar intercambios y de ahorrar al margen del sistema de banco centrales quiere decir que, en buena medida, participa en cualquiera de las opciones existentes de modo voluntario, aunque no se dé cuenta de ello todavía. Además de las grandes posibilidades que esto conlleva para las libertades individuales, hoy en día curiosamente atemorizantes, también traería consigo la re-configuración del propio Estado.
Un cambio que, también hay que decirlo, seguramente no veamos pronto. La adopción debe mantener su progreso, algo que se puede tardar bastante, pues para apaciguar temores ante lo novedoso es posible necesitar el paso de generaciones.
Fetichismo regulatorio
De este modo, puede que aún sea temprano para que esta transformación se comprenda enteramente. Ahora bien, sin duda, en la medida en la que los principales afectados entiendan el poder que van perdiendo, harán locuras para recuperarlo. Por suerte, también es bastante probable que la mayoría de las pataletas resulten estériles, frente a una realidad que ya está en marcha.
Las solicitudes, a veces automáticas y poco razonadas, por “regulación” en abstracto, suelen delatar una honda incomprensión del fenómeno que se busca frenar. La tecnología blockchain, que soporta Bitcoin y otros proyectos, cuenta con sus propias reglas, entre las que está precisamente, la imposibilidad de ser manipulada centralmente.
Los funcionarios-vigilantes de lo privado, pueden controlar en alguna medida los puntos de conexión entre el mundo fiat y el digital, como lo vienen haciendo; sin embargo no existen formas para influir en la estructura de la propia red. Llevados por una ya habitual desmesura, pueden intentar destruir el sistema en su conjunto y, aún así, además de representar un exabrupto abusivo, el precio de intentarlo parece lejos de lo que ninguno de los actores estaría dispuesto a costear, especialmente porque nada garantiza alcanzar el objetivo represivo.
¿Un cambio inevitable?
La limitación de facto de la capacidad confiscatoria gubernamental, especialmente para cobrar impuestos, si bien insospechada o sacrílega para muchos, nos muestra un camino a partir del cual el Estado podría verse obligado a financiarse de otro modo. Acaso, sobre la base de la voluntad de sus ciudadanos y no exclusivamente a partir de vías coactivas.
Pero, de nuevo, puede que aún sea demasiado temprano para digerir este hecho.