El espíritu de nuestra época demuestra cierta torpeza para aproximarse al mundo emocional. La reacción contra estructuras jerárquicas previas, marcadas por la represión y la norma, han favorecido una lectura falsamente tolerante e infantil de los sentimientos.
Esa reacción no consigue los esperados efectos de sosiego que ofrece y, por el contrario, desemboca en un caos incapaz de sostener una sola idea coherente o un gesto de colaboración genuina.
La nueva manifestación, del mismo talante represivo de siempre, aparece hoy disfrazada de buenas intenciones e igualdad.
La confusión imperante
Por un lado, encontramos océanos de tinta dedicados a consuelos superficiales, basados en una falsa incondicionalidad que grita a los cuatro vientos que tienes derecho a todo lo que tu imaginación pueda dibujar y que, de paso, eres enteramente capaz de alcanzarlo si presionas mucho los ojos al momento de desearlo. Por el otro, un grupo de políticos asegura, sin mayor pudor, que se debe reglamentar lo que se siente. De algún modo, estas desenfocadas ideas se sostienen mutuamente, como un par de borrachos caminando.
Tropas de coaches espontáneos han logrado compaginar la sed por respuestas espirituales con consejos vacíos, junto con el opaco mundo de las ventas, construyendo una suerte de secta en esteroides, sin centro ni dogma, cuyo mensaje va germinando globalmente. Lo que ofrecen es la idea de que toda aspiración se puede realizar, incluyendo, desde luego, el perfecto control del mundo interno y emocional. Es irrelevante lo que suceda, siempre podemos estar seguros, tranquilos y felices, aseveran entre otras genialidades.
El odio no es causa suficiente ni necesaria
Esta mezcolanza de ideas mal entendidas, y peor juntadas, ha colaborado en la incapacidad para asimilar:
- La autonomía de la emoción.
- La responsabilidad inherente a la acción.
- La diferencia fundamental entre un sentimiento y su expresión.
Con frecuencia se utiliza un razonamiento obviamente falso que iguala un grito al miedo o un insulto a la rabia. Se asume que una emoción genera siempre una reacción visible específica y, a su vez, que toda expresión proviene de una unívoca emoción, como si se tratara de un reflejo.
Por ello, demasiados concluyen, sosteniéndose la barbilla con los dedos en pose de profunda cavilación, que el odio es el principio de todos los males. Siendo así, ¿por qué no ir a la raíz de la cuestión y prohibirlo, sin más?
Alimento para tiranos
El elemental error lógico de este planteamiento no es su único problema. El control del mundo interno colectivo es el sueño húmedo de los peores dictadores. Para la personalidad pueril e impulsiva propia del tirano, los límites son un constructo divertido aunque no objetivo, de manera que no basta con mandar sobre la realidad visible —que simplifican para no afrontarla—, sino que deben dictaminar los afectos de sus súbditos.
Para quienes insistimos en la importancia de la libertad, ya no se trata de la inviolabilidad del hogar, paradigma de civilidad en siglos precedentes, sobradamente despreciada en los últimos tiempos. Ahora nos vemos en la penosa obligación de buscar argumentos para proteger la santa independencia de nuestra mente, el natural derecho para pensar o sentir lo que sea que pensemos y sintamos.
Who are the brain police?
En una de sus siempre curiosas canciones, Frank Zappa acertadamente se pregunta: ¿Quiénes son los policías del cerebro? Cuestión que complementa parcialmente en una entrevista, observando que las propias personas parecen estar bastante dispuestas a la automutilación mental.
Desde luego, nunca ha dejado de haber sectores que se otorgan a sí mismos el derecho a establecer lo que los demás deben experimentar. Sin embargo, no deja de llamar la atención el hecho de que los mismos procedimientos de inquisición surjan hoy en quienes alardean de humanismo, progresismo e igualdad.
Descuidar lo realmente importante a propósito
Esta tozudez por reglamentar aquello a lo que no tenemos acceso, abandona convenientemente las cuestiones realmente significativas. Por una parte, es necesario un esfuerzo para contener y castigar los hechos objetivamente violentos, algo que requiere encarar el fenómeno en toda su complejidad, así como medir la efectividad de las acciones ejecutadas en esa dirección.
Por otra parte, no se puede despreciar la necesidad de estudio del odio y de la impulsividad, aunque esto no es del todo compatible con su mera persecución, que parece contentarse con la renovada ola de vacía hipocresía en la que nos encontramos.
Todos estos son temas valiosos que se dejan de lado para atacar lo que se ha señalado como la fuente de todo mal, a manera de chivo expiatorio.
La injusticia como paradigma
Finalmente, una ley contra el odio solo puede ser utilizada para el hostigamiento de lo que resulte incómodo al ente acusador. Se trata de una de las herramientas más descaradamente totalitarias, sustentada en la aplicación de una sistemática desigualdad ante la ley.
Ni quien denuncia ni quien sentencia tiene acceso objetivo o fidedigno al hecho que juzgan, lo que les permite culpar y condenar, virtualmente, a quien deseen. En la misma línea, el imputado —o víctima, para ser más precisos— no tiene forma de demostrar que lo que se señala de él sea cierto o falso, por lo que se verá, junto a Kafka, forcejeando exclusivamente con los aspectos viciados y corruptos del sistema judicial.
Hablamos de un núcleo de absoluta injusticia, en el nombre del amor y el respeto, emanado precisamente de las instituciones que se suponen protectoras de la misma. Un tipo de abominación que no puede avanzar sin la complicidad de los cínicos y de los ingenuos, por igual.