Quienes hemos trabajado cercanamente con médicos valoramos con vehemencia el inicio del juramento hipocrático: primeramente, no hacer daño.
El reconocido principio, primum non nocere, es útil en innumerables ámbitos al abordar acciones que desatienden los límites propios, abriendo la puerta a excesos peligrosos.
La identificación con el héroe es frecuente, a veces indetenible, en los profesionales del sector salud. La podemos encontrar en labores de ayuda en general y en otras profesiones también. Una vez identificado a sí mismo como el paladín contra la muerte, un excelente médico puede perder de vista sus humanas limitaciones, tomando medidas heroicas -imposible dejar de subrayar el hecho de que se les llame así- susceptibles de generar mayores problemas que la enfermedad original, a veces sin llevar a la cura.
No quiero caer en posibles malentendidos, hay situaciones en las que intervenciones médicas heroicas están indicadas y las agradecemos. No obstante, en esta ocasión me toca acentuar la necesidad del principio hipocrático: si no está usted razonablemente seguro de que no hará más daño, absténgase de intervenir.
En cualquier caso, esta introducción no apunta en dirección sanitaria. Uso la metáfora del peligro de la eventual osadía médica para denunciar un principio equivalente en el terreno de la economía política.
Desmesura burocrática al servicio partidista
Recientemente los europeos acordaron un plan de rescate de unos quinientos cuarenta mil millones de euros para mantener la confianza, mostrar cooperación y solidaridad. Hay una cantidad importante de detalles, por ejemplo, el dinero va principalmente a España e Italia para atender labores sanitarias relacionadas con la pandemia y, también, para estimular económicamente sectores deprimidos, dada la parálisis actual.
En primer lugar, es necesario tomar en cuenta que estas medidas tienen una importante carga política. Se ejecutan en lo económico aunque provienen de cálculos, rencillas y circunstancias partidistas, asociadas a las duras complicaciones de alinear las burocracias europeas que, como es natural, a veces son francamente divergentes.
Para justificar decisiones de este tipo siempre aparecen motivos apremiantes. En esta ocasión es innegable que atravesamos una urgencia, pero esto no quiere decir que cualquier cosa sea buena idea, ni que debamos renunciar a un mínimo análisis de lo que representan las acciones que se toman. Uno pensaría que habría de ser al contrario: dado que la tragedia se profundiza, debemos revisar cada intervención con una lupa más limpia.
Sacarse 540 mil millones de euros de la chistera, que no solo no cuentan con el contrapeso de la productividad tradicional, sino que vienen a llenar el vacío de la misma, parece estar destinado a afectar el poder adquisitivo de los europeos, en forma de inflación.
Una mínima lógica podría entrar en juego: si otorgar dinero sacado del aire funciona, ¿por qué no es lo que hacemos para resolverlo todo? Un niño pequeño nos explicaría que una solución tramposa siempre fallará.
Con esta política, por ahora, en algunas partes de Europa habrá dinero para atender la pandemia y mantener a flote algunas actividades económicas, aunque no hay ni puede haber demanda. Sin embargo, el daño colateral inflacionario seguirá poniendo en peligro la unidad europea que, con bastante probabilidad, pronto volverá a ver desafiado su talante “solidario”, ante la persistencia de un problema cuyo origen no ha sido atacado.
Hablando con la pared
Quienes resienten una crítica como esta, la cual parte de ciertos postulados teóricos, censuran un supuesto exceso de apego a los mismos. A veces no hay argumento adicional, solo el señalamiento comentado, como si contar con una base teórica llevase directamente al error.
La falta de comprensión del fenómeno puede hacer que demasiadas personas caigan en la injustificada confianza en las instituciones burocráticas. Es una esperanza cándida pero mordaz, siempre lista para ofenderse si es tocada, como cualquier otra fragilidad.
Aparentemente duele comparar otras ocasiones en las que ha habido alta inflación porque, desde luego, cada caso es diferente. Pero sobre todo porque siempre este caso es diferente. Siguiendo la lógica de la magia, el hecho de que se trate de Europa y no de Argentina o Zimbabue modifica milagrosamente la naturaleza del mecanismo.
Que la medida esté acompañada de las palabras correctas: “solidaridad”, “cooperación”, “restablecer la confianza” es otro incomprensible punto a favor de las mismas. Como si la economía se moviera persiguiendo los bonitos fonemas de una conquista romántica.
En quienes defienden superficialmente las medidas hay, además, un apego absurdo a otros detalles irrelevantes, como que el dinero sea destinado a una actividad económica en particular, en este caso exclusivamente para labores sanitarias. Es como si alguien pensase que no hay problema con inyectarse veneno, porque lo hará “exclusivamente” en el pie.
Es asombroso tener que comentar esto: Europa es un cuerpo que se comunica, el dinero que se paga a un sector no se quedará ahí como si entrase en un estanque. Quienes lo reciban lo usarán en el resto del sistema. Por lo tanto, es enteramente irrelevante que dinero-sin-valor entre por los bancos o por los hospitales, el efecto es el mismo.
El desafío de no hacer
Sin demasiada sorpresa hemos visto que medidas parecidas empiezan a propagarse, al ritmo de la pandemia, en diversas latitudes y hay altas probabilidades de que siga siendo así. La propuesta: “primero no hacer daño” parece simple, pero ponerla en práctica ha probado ser realmente arduo.
Imaginemos un médico que sabe que la única intervención viable ayudará al paciente durante menos de cinco minutos y terminará perjudicándolo, considerablemente, poco después. ¿Cuál debería ser la respuesta del profesional de la salud ante la súplica de la familia del enfermo, sobrecargada de desesperación y dolor, que le pide que haga algo?