Para ilustrar el mecanismo de los controles de precio y sus efectos, un ejemplo puede ayudar más que una compleja disertación económica.
En Venezuela, desde hace varios años, la cotidianidad entera está atravesada por controles y agresiones gubernamentales de todo tipo, de manera que por ejemplar que sea un caso, nunca representa auténtica libertad, solo pequeños grados de la misma que, por imposibilidad o desinterés para controlar, no caen en el destructivo radar socialista. Uno de los pocos servicios que no están regulados directamente por el Estado son los taxis.
Una conversación que solía tener con los taxistas acerca del mecanismo de control de precios puede ayudarnos a entender por qué las acciones centrales para “controlar la economía”, además de torpes e ineficaces, desembocan en procesos delincuenciales.
La charla iba más o menos de este modo:
Pasajero: Usted cobra lo que quiere ¿cierto?
Taxista: Más o menos. Llegamos a un acuerdo usted y yo.
P: De acuerdo. Yo tengo preferencia por un precio, usted por otro y estos se van acercando en una negociación. Si a mí definitivamente no me sirve su oferta espero otro taxi. Si a usted no le interesa la mía busca otro cliente.
T: Así es.
P: ¿Qué cree usted que sucedería si mañana el gobierno decretase que los traslados en taxis son una necesidad primordial para la movilización de la gente y que el precio debe ser regulado? Digamos que todos los viajes deben costar el equivalente a un décimo de dólar —en este punto, el taxista generalmente no dice mucho pero las arrugas empiezan a aparecer en su expresión—. ¿Qué haría usted si no puede cobrar más que eso?
T: Me busco otra manera de ganarme la vida — afirmó, visiblemente disgustado por esa posibilidad.
P: ¿Por qué?
T: No voy a trabajar para perder dinero. ¿Quién va a regalar su esfuerzo? ¿Usted sabe cuánto cuestan los repuestos, el aceite, las reparaciones más simples? Me sale mejor quedarme en casa.
P: Siguiendo esa lógica, la mayoría de los taxistas abandonarían el sector. El gobierno ha hecho magia: ha creado escasez —el taxista duda, le cuesta aceptar que sea tan simple. Es algo que suele suceder con la temática económica; hemos supuesto que debe ser enredada—. Ahora, en ese escenario, ¿cuántos taxis habría en la calle?
T: Yo digo que poquitos.
P: ¿Qué pasa con aquellos que se atreven a ofrecer el servicio de manera “ilegal”?
T: Allá ellos. Seguro los ponen presos o los matraquean. (El matraqueo, en Venezuela, es una forma de soborno directamente solicitado por el funcionario).
P: Enfrentando más riesgos, ¿el precio del servicio sube o baja? Si usted fuera a ofrecer un traslado en condiciones de mayores riesgo, ¿cobraría más o menos?
T: Más.
P: Sin contar que ¿quiénes son esos a los que no les importa cometer actos ilegales o se arriesgan a intentarlo?
T: Los criminales. Además de ser más caro, ahora es más peligroso y yo he perdido mi trabajo. No sirve.
P: Aplique esas mismas reglas a cada aspecto de la sociedad y verá por qué no consigue usted comida, medicinas o productos de limpieza elemental. Nadie trabaja para perder.
La estructura del mercado
El intercambio es bastante esquemático. Se hace complejo a gran escala por la cantidad de participantes, interacciones y bienes involucrados, pero eso no altera su naturaleza ni sus reglas.
Se trata de oferta, demanda y su encuentro en el precio. Recorro este sendero porque los procedimientos para la intervención estatal se han diversificado y muchos de sus defensores enumeran el arsenal de medidas que es capaz de tomar una autoridad central para afectar el mercado, sin ser controles de precios.
Argumentan: “Los controles de precios no funcionan, lo hemos visto, pero no es lo único que podemos hacer”.
Lamentablemente, todas las intervenciones terminan incidiendo en el precio, no puede ser de otro modo. Usted desata una ola de impuestos o controles a la cadena productiva, afecta la oferta e incide en el precio. Hace lo propio del lado del consumo y también afecta el precio. Solo en el cerrado sistema de la imaginación humana, usted modifica artificialmente una de las variables y las demás se mantienen intactas.
Calmar la ansiedad con los pies en la tierra
Ante situaciones de peligro inminente la mente humana tiende a buscar dispositivos para su refugio. Una vez que notamos que cierta situación nos sobrepasa empiezan a estructurarse respuestas a los peligros. Desgraciadamente, la premura por llegar al estado que imaginamos seguro, tiende a descuidar la calidad del mismo y su realidad.
En pandemia, una parte del ciudadano se encoge de hombros con resignación y concluye que “alguien tendrá que hacer algo”. Las miradas colectivas se dirigen con ansiedad a líderes políticos. No se puede ser suficientemente enfático en el doble peligro que implica esta actitud: por un lado, millones de personas abandonan su talante colaborativo, su creatividad y su iniciativa; por otro, la casta política construye los andamios de su poder, a veces francamente abusivo, ofreciendo respuestas que no tienen.
Vemos que el fundamento para la solicitud de ayuda es psicológico, en el sentido de nace de la honesta ansiedad de la población ante circunstancias desesperadas y objetivamente apremiantes; pero que no logran articularse en algo más diligente que un clamor.
Por su lado, el ofrecimiento de salvavidas que no existen o no sirven es de naturaleza psicopática, dado que intenta aprovechar el temor y sufrimiento colectivo para ejecutar acciones que benefician a la persona a cargo o a su partido.
En emergencia hace falta ser aún más realista
La compleja situación médica vigente dificulta muchísimos elementos de la cotidianidad, pero no cambia las leyes de la física, de la naturaleza y, tampoco, las de la conducta, el funcionamiento humano o económico.
La desesperación no va a transformar una mentira en verdad. Ahora, más que nunca, debemos mantener los pies en la tierra, construyendo soluciones realistas.