En una vieja película de vaqueros (no recuerdo cuál) un peligroso y mal encarado personaje, armado hasta los dientes, llega al pueblo ante una reacción general de recelo y distancia. El sheriff, por su parte, contempla al fulano con algo de lástima, sugiriendo a su ayudante tener cuidado con el recién llegado; para él era evidente que estaba muy atemorizado. El colega, sorprendido, pregunta al sheriff por qué supone que el malencarado sufre de temor, a los cual el sheriff responde: “cualquiera que necesite tantas armas está muerto de miedo”.
La versión de socialismo que ha venido desarrollándose entre Cuba y Venezuela, apoyada por las otras versiones de la misma ideología, abandonó toda pretensión de maquillaje democrático, si es que ha intentado tenerlo en algún momento.
Es cierto que siguen usando palabras relacionadas tangencialmente con el tema de la democracia, pero no queda una sola institución en pie que les sea medianamente adversa y que cuente con un centímetro de poder o influencia dentro del territorio. Además de este talante totalitario, resalta la creciente inclinación a armarse tanto como sea posible, una actitud relacionada con un trasfondo hondamente inseguro y atemorizado.
Las armas y el miedo
¿Todo el que se arma está asustado? En principio, sí. Igual, esto en sí mismo no tiene que ser un grave problema. Experimentar algún monto de temor es parte elemental del proceso de conservación.
Por otro lado, estar fuertemente armado para atacar a la población civil, manteniendo una actitud beligerante, confrontativa y guerrerista en todos los aspectos de la convivencia, excede el elemental anhelo de protección. Esta vocación bélica nos habla de niveles preocupantes de pánico y conciencia de culpa.
Batallas tras cada esquina
El lenguaje de la guerra facilita ubicar rivales en la posición de enemigos. A su vez, tal carácter castrense suele ser consecuencia de la incapacidad para administrar un conflicto de manera pacífica y constructiva.
Tradicionalmente, la propensión del nuevo socialismo a plegarse a las dinámicas de la guerra le permite tener el contexto necesario para actuar como si la disputa estuviese siempre en su momento más crítico. De esta forma, todos quienes no ocupan estrictamente las filas del “partido” son justos objetivos militares que tal vez puedan utilizarse durante un tiempo, aunque luego deban, también, “derrotarse”.
Desde el principio, la aplicación del marxismo exigió obediencia irreductible, poca crítica y el enfoque de sus partidarios para la reducción del adversario. La idea, por inalcanzable que sea o extrema que luzca, es que el enemigo deje de existir.
Rondamos el terreno del funcionamiento fanático: mientras más débil e incoherente sea una doctrina, más requerirá silenciar temores con gritos, golpes o tiros.
Quienes profesan el credo izquierdista seguramente no estarían de acuerdo con estas declaraciones. Probablemente juzgarían falso el señalamiento acerca de su intolerancia a la crítica. En propia regla, los debates dentro de los confines del partido son animados y acalorados. No obstante, las críticas fuera de las fronteras de sus propios axiomas, por demás estrechos, son francamente desatendidas, cuando no aplastadas, ante la posibilidad de representar alguna forma de traición.
Esta flacidez argumentativa para debatir fuera de su comarca teórica, además de los interminables fracasos objetivos, construyen una notable inseguridad interna que sirve de caldo de cultivo para mantenerse apegados a prácticas marciales, quedando encerrados en el terreno de la eterna confrontación.
Falsos diálogo y alianzas
El diálogo honesto con otros pensamientos está proscrito, dado que, ante la interacción con ideas y realidades alternativas, el núcleo teórico tiende a deshilacharse. La intolerante reacción ante posturas diferentes se fundamenta en esta inseguridad sustancial. Es lo mismo que les hace propensos a realizar asociaciones ocasionalmente contradictorias, pues la conciencia de debilidad es tan ineludible como insoportable.
En ese sentido, hemos atestiguado el circunstancial encuentro entre movimientos de izquierda e iniciativas ambientalistas o feministas, por citar solo dos, generalmente limitados a fantasear que enfrentan un enemigo común que les lleva a suponerse “aliados”.
Estas coaliciones están lejos de tratarse de relaciones simétricas de colaboración o comprensión. Para los factores más obsesionados por el poder, son pasos necesarios para la conquista. Una vez que un objetivo parcial sea alcanzado, el ilusorio entendimiento mutuo revelará su verdadero rostro: estos aliados tendrán que asimilarse a la causa socialista, o bien, entenderse como parte de las filas enemigas.
Círculo vicioso
Por este sendero de batallas sin fin, las heridas originales que dieron sentido y enfoque a la doctrina marxista, no han hecho más que emponzoñarse. No puede ser de otro modo, ya que chocan sistemáticamente contra la realidad más patente de la convivencia humana y en la evidencia ante parámetros racionales, empíricos y éticos.
El fracaso sigue siendo el combustible más eficiente que hayan conseguido, porque genera una insaciable sed de venganza y destructividad. La intención de construir una sociedad justa e igualitaria ha quedado como un débil disfraz que ya no cubre, ni un poco, la realidad del funcionamiento de los más acérrimos y lastimados de sus partidarios.
Consecuentemente, es la garantía de decepción lo único a lo que pueden aspirar, dado que no hay espacio psíquico para la idea y los procedimientos propios de la convivencia pacífica.
Raimon Panikkar decía: “la victoria nunca lleva a la paz”. Sugería con ello que los mecanismos de la confrontación no se agotan con la victoria, al contrario, se acrecientan. Desde esta óptica es posible vislumbrar de un lado a los triunfantes y, del otro, a tristes derrotados; con lo que nos queda esperar a la siguiente rebelión de los “perdedores”, para alcanzar una victoria que reedita la misma dinámica y todo vuelve a empezar.
Por eso la hipnótica y vacía sugerencia “hasta la victoria, siempre” posiblemente sea la peor manera de lidiar con la honda sabiduría de los fracasos propios.