En los últimos años hemos venido desarrollando una sensibilidad sin límites y una sorprendente capacidad de reacción ante palabras, gestos y símbolos. No para entenderlos o traducirlos, lo que sería una excelente noticia, sino para declarar si son aceptables a la luz de una reciente pretensión de meta-igualdad, que demanda obediencia por parte de todos y que debe reflejarse irreductiblemente en la manera de hablar al hacer referencia a casi cualquier ámbito.
Con frecuencia conseguimos serias acusaciones, sustentadas en sospechas acerca de la intención y posición de quien emite el mensaje. Conocer las motivaciones del emisor es una información a la que no tendremos acceso sin diálogo; no obstante, como las palabras ocupan la posición central, enemistades automáticas son declaradas con bastante facilidad, lo que bloquea entendernos. Ocupando la posición de enemigo, el interlocutor ha dejado de ser interlocutor, para limitarse a ser el origen y objetivo de ataques.
Quienes simpatizan con perseguir las palabras aseguran que la violencia habita en ellas, algo enteramente cierto, la comunicación puede ser agresiva. Sin embargo, tal vez valga la pena reconocer que se trata de un ámbito diferente al de la violencia física. Debo subrayar, dado lo delicado del tema, que no intento defender la validez de ninguna de las dos —o de algún otro tipo de violencia—, solo señalar que son diferentes.
Ineficaz prevención
Muchos insisten hoy en que la prevención consiste en perseguir las expresiones que podrían indicar potencial destructividad. Condenar estos indicios tiene por objetivo “enseñar” a los más jóvenes —y a todos— a expresarse respetuosamente y evitar que ninguna susceptibilidad sea lastimada. La hipótesis de trabajo es que la hipervigilancia de los gestos inocula contra la posibilidad de violencia más objetiva.
El problema es que si perseguimos la expresión, tenderá a desaparecer aunque el proceso que la genera se mantenga intacto, o peor aún, se disfrazará de tolerancia.
Por otro lado, la persecución y la reprimenda se enfocan en lo simbólico, lo fáctico viene ocupando posiciones de menor importancia, o bien, ambos terrenos se confunden, asumiendo que una palabra agresiva es lo mismo que una agresión física, que una actitud subida de tono es lo mismo que una violación, o que un gesto poco amable representa el rechazo de todo el gremio que una persona podría representar.
Obsesionados por mínimas manifestaciones de desprecio, dejamos de lado aquello que causa la expresión. Algo tan importante como el sentido profundo del problema no ocupa ningún lugar en la lista de prioridades, lo que nos condena a la repetición.
Sobra decir que la postura con respecto al fenómeno encuentra pocas intenciones de entendimiento o diálogo. Se condena y persigue sin demasiada reflexión, de manera que solo queda espacio para el adoctrinamiento y, por lo tanto, para la impostura.
Cotidianidad para robots
Es casi imposible compartir fluidamente conversaciones informales, plenas de opiniones -que es lo único que todos tenemos en abundancia-, pues hay un manual de estilo implícito que vigila toda idea, basado en la intención de no ofender ninguna sensibilidad existente. Siendo así, tal vez no sea casual que existan cada vez más sensibilidades, crecientemente reactivas.
No es lícito hablar de nada que pueda hacer alusión a raza, nacionalidad, ideología, eventos históricos dolorosos, religión, sexo, circunstancia económica personal, cultura, peso, aspecto o ubicación social.
La escalada política de la hipocresía
Existe una peculiar versión de libertad de expresión, en la que el precio de soltar una palabra fuera de lugar puede desatar el infierno en la tierra. La situación se hace mucho menos anecdótica cuando entra en juego el aparato político y partidista, con el olfato de siempre, dispuesto a descubrir la tendencia menos sana de una población, para explotarla. Adoctrinar el idioma, es decir, la obligación de hacer la comunicación de un modo en particular, es materia de debate legislativo hoy en día, como si el idioma fuese el invento de un grupo de notables en un laboratorio.
Triste pero cierto
Si lo que buscamos es mayor respeto e inclusión, debemos empezar por aceptar que no seremos siempre respetados ni incluidos. El ideal de aceptación absoluta y sin límites es una fantasía poco atenta a la realidad humana. Para todos, hay alguien que no nos gusta —o que nos gusta menos— y, no existe ninguna metodología automática para alterar esa realidad que no sea, cuando menos, tan agresiva como el fenómeno original de disgusto.
Adicionalmente, el único respeto que vale la pena es honesto y, de ese, nos alejamos cada día que insistimos en torcer el lenguaje o, peor aún, a los interlocutores involucrados, para que sean tan abusivos como quieran, siempre y cuando usen las palabras correctas.
Un problema de puntería
La verdadera inclusión implica la comprensión de sus límites, no la hipocresía de la inclusión absoluta. Podemos notarlo si prestamos atención a los exasperados discursos de quienes, en el nombre de la tolerancia, vomitan todos los males de la tierra contra personas y sectores que les resultaron ofensivos en alguna medida.
Podemos usar fonemas que luzcan más respetuosos con malestares y heridas. El punto importante es: ¿Somos capaces de notar que esto puede significar realmente cero tolerancia?
El error de elegir incorrectamente lo que se reprime es doble. Por un lado atacamos un evento no central y, por otro, el problema subyacente se mantiene intacto mientras suponemos que lo modificamos. Es como intentar curar un cáncer con vitamina C, no solo no estamos curando nada, sino que nos estamos engañando.
Mientras seguimos crispándonos por cada palabra fuera de lugar, dejamos de estudiar y mejorar el fondo del asunto.
Por supuesto que debemos cultivar y promover la tolerancia. Nos toca decidir si estamos dispuestos a aceptar la complejidad que representa ese desafío o si preferimos limitarnos a acartonar el lenguaje.