A Germán Carrera Damas, en sus 90 años.
“Cortés soy, el que venciera
Por tierra y por mar profundo
Con esta espada otro mundo,
Si otro mundo entonces viera.
Di a España triunfos y palmas
Con felicísimas guerras
Al rey infinitas tierras
y a Dios infinitas almas”.
Lope de Vega
El gigante de la historia de la conquista de México no medía más de 1,58 m, como puede colegirse de sus osamentas. Era, dentro de esas medidas, fornido y corpulento, de pecho ancho, hecho a la guerra y los combates, seguramente empinado sobre su pequeña estatura, como suele suceder con los hombres pequeños de grandes ínfulas. Bien formado, membrudo, tal como lo dibujaran con su exquisita delicadeza los extraordinarios dibujantes del lienzo de Tlaxcala, que nos dejó el testimonio de más de una veintena de retratos suyos, siempre acompañado de doña Marina, la Malinche.
Llevaba don Hernán, Hernando o Fernando Cortés, el pelo largo y rizado, ennegrecido, cubierto con una boina de plato, alemana, como en la época pintaba Durero, a su misma usanza, a sus modelos. Tal como se le ve en una de las monedas acuñadas en su honor. De nariz prominente y aguileña, se cubría el mentón con una barba afeitada de manera rectangular, para darle más carácter, que muy probablemente le cubría más de alguna cicatriz conquistada en sus innumerables combates. Los dibujos lo muestran siempre de calzas y jubón, alguna vez con armadura, la cabeza protegida por un casco de metal. Solía llevar cota de malla, cuando dirigía sus tropas en los más feroces combates de que tengan memoria los mexicanos, descuartizados, degollados, alanceados y sableados hasta dejar los pisos de sus batallas de exterminio cubiertos con sus intestinos, brazos y cabezas. El asesinato masivo de los principales de Toluca, un matadero, encerrados por cientos en uno de sus patios ceremoniales y masacrados con ruido y furia en castigo por un supuesto levantamiento, según intriga de la Malinche, quedaría guardado para siempre en el horror mexicano.
No sería el primero ni el último. Consciente de que los habitantes del imperio odiaban a los tenochcas, los aztecas dominantes en la maravillosa Tenochtitlán, supo ganárselos para su guerra de conquista y ponerlos en movimiento contra Moctezuma y sus huestes. Aterrados desde que vieron asomarse los primeros navíos de Grijalba por las costas mexicanas, creyentes de que se trataba de Quetzalcoatl, el semidiós que obedeciendo los presagios regresaba tras siglos de ausencia a recuperar sus dominios y que nada ni nadie lograría detenerlo en sus afanes de sangre y venganza, Moctezuma, el emperador, supersticioso hasta el delirio, decidió entregarle el reino sin siquiera oponerle una mínima resistencia. Fue esa mezcla de religiosidad y superstición y el empleo por parte de Cortés y sus tropas de toda una parafernalia de guerra y una ideología de exterminio, la que terminó por arrasar en algunos meses con el imperio precolombino más importante del Nuevo Mundo. Y apoderarse de la ciudad más populosa del planeta.
Nunca tan pocos hombres con tan escasos medios le dieron a la Corona española tantas riquezas y tan grandes bienes y dominios como los que Cortés obtuvo para Carlos V. Esa frase, empleada por Bernal Díaz del Castillo y fray Bernardino de Sahagún, pasó a la historia para ser repetida por Churchill a propósito de los logros de los pocos pero valerosos suyos en su lucha contra el poderoso y omnímodo nazismo hitleriano. Nadie fue tan mal recompensado como el extremeño. Ni Carlos V, que no le llegaba a los talones, ni Felipe II, aún menos, comprendieron la notable grandeza de Cortés. Ni supieron ver y comprender la importancia de un Nuevo Mundo que desplazaría a Europa a lo largo de los siglos como factor de dominio universal. Su malquerencia para con el extremeño contagió el desprecio de la Corte para con las maravillas extraordinarias del mundo conquistado, comprendido como mero reservorio del oro y la plata necesarias para financiar sus conflictos europeos.
En Cortés se sintetizan magistralmente las grandezas y miserias del criollaje, por él procreado. Fue el primer latinoamericano de la historia universal. Lo supo en medio de las miserias que acompañaron sus últimos días. Nació y murió en Medellín, España. Pero él sabía que había nacido a la gloria en Tenochtitlán y que debía ser enterrado en México, su verdadera Patria. Allí fueron a dar sus huesos. Aún no reciben las honras que merecen.