Con Jean Bodin y Thomas Hobbes, que sentaron las bases del derecho público y constitucional del pensamiento europeo, el res publicum europaeum, nacidos y criados ambos intelectuales en medio de los graves conflictos de las guerras civiles confesionales europeas de los siglos XVI y XVII, se sentía hermanado Carl Schmitt, el gran jurista, constitucionalista y teólogo político alemán del siglo XX. “Ambos nombres de tiempos de las guerras civiles confesionales europeas” —escribe en su conmovedor mensaje Saludos desde el cautiverio, Ex Captivitate Salus, de 1945— “se convirtieron para mí en seres humanos cercanos y vivos, en nombres de hermanos, en miembros de una familia en la que he crecido a través de los siglos… Han mantenido despierto mi pensamiento y lo han hecho avanzar cuando me aplastaba en la juventud el influjo del positivismo, mientras que una necesidad de seguridad intelectual pretendía paralizarme”.
“Ambos pensadores fueron conformados por tiempos de guerra civil”, agrega Carl Schmitt. No del todo distintos a los que han conformado su propio pensamiento y el de toda su generación, sobre cuyas circunstancias reflexiona desde la prisión berlinesa de Wansee, a la que lo han arrastrado sus compañeros de oficio, como Leo Löwenstein: la guerra franco-prusiana y la autocracia bismarckiana, la revolución rusa, el bolchevismo, la República de Weimar, el nazismo alemán, la guerra civil europea y la Segunda Guerra Mundial. Una crisis de excepción que se prolonga desde mediados del siglo XIX hasta mediados del siglo XX. Menguada por la alianza de Chuchill con Stalin y luego por la Guerra Fría, pero no extirpada en lo que va de resto del tiempo. Hasta sublimarse en la actualidad en la guerra por la hegemonía de los mercados mundiales y el catechon frente al asalto del islamismo.
No es distinto el caso de las generaciones latinoamericanas vigentes. Asediadas por dictaduras militares y, salvo honrosas excepciones como los casos de Chile y Uruguay, dominadas mayormente por las burguesías locales coaligadas con las fuerzas armadas. El remedio resultó infinitamente peor que la enfermedad, pues convirtió las tendencias dictatoriales en una enfermedad congénita de la región, con el plus perverso del constituyentismo universalista del castrismo: la dictadura batistiana, que bien pudo encontrar una resolución liberal y democrática como la venezolana de Pérez Jiménez, sirvió de pretexto perfecto para que el comunismo soviético hincara sus colmillos en el Flandes caribeño. El asalto al poder del castrismo y el establecimiento de una tiranía totalitaria, desde hace más de sesenta años el tumor político que ha convertido la historia de la región en un enfrentamiento permanente entre el impulso hacia la dictadura de sesgo castrista y las democracias parlamentaristas que no logran asentarse.
En el prólogo a la edición inglesa de Política y petróleo, la obra sociológica cumbre del presidente venezolano Rómulo Betancourt, el gran hispanista inglés Hugh Thomas, su admirador y amigo, hizo particular hincapié en ese sorprendente quid pro quo: “Hace casi 20 años, en 1958, dos países Latinoamericanos, Venezuela y Cuba, lograron deponer sus brutales gobiernos militares dictatoriales. Pérez Jiménez y Batista se veían obligados a huir y los dos, al final, se encontraron en España, donde otra tiranía, la de Franco, les concedía asilo. En un momento parecía que, de los dos países, Cuba tenía mayores posibilidades de establecer una democracia. Después de todo, Cuba había tenido una especie de democracia, algo corrupta, entre 1902 y 1958. Además, los cubanos parecían naturalmente inclinados hacia la libertad. Cuba tenía la ventaja de tener una clase empresarial grande, la mayor parte educada en los Estados Unidos. Su red de comunicaciones era la mayor de toda Latinoamérica. Pero dentro de poco más de un año estaría sufriendo una nueva tiranía mil veces más dura que la de Batista. Por otro lado, Venezuela, que tenía una infraestructura económica mucho menos desarrollada, logró establecer un sistema democrático, que desde entonces ha soportado dos cambios completos de gobierno por vías pacíficas y parlamentarias”[1].
No solo dos cambios: siete cambios completos de gobierno con sus respectivas renovaciones parlamentarias. Hasta caer en la deriva castrista y dar paso a la dictadura caudillesca, militarista y narcotraficante más mafiosa de su historia. La dictadura al acecho permanente tras una independencia inconclusa. Tal como lo señalara con su gran perspicacia el historiador y analista político francés Alexis de Tocqueville, los errores cometidos en los orígenes de las sociedades les pesarán por los siglos de los siglos. El de Venezuela fue cometido, bautismalmente, por Bolívar y el militarismo caudillesco.
Ya en 1956, el diputado Mario Díaz-Balart, cuñado de Fidel Castro, que se encontraba preso en isla de Pinos pagando con cárcel su sangriento asalto al cuartel Moncada, se negó a sumarse a los parlamentarios que solicitaban su indulto, alegando que Castro era un fascista de armas tomar, que ante la derrota de Hitler se vería obligado a aliarse a los rusos y liberado establecería la tiranía más feroz de la que los cubanos tuvieran memoria. Sentó entonces su peor pronóstico: “La de Castro será una dictadura feroz de la que no podremos librarnos ni en 20 años”. Lleva 60 años y no se ve maneras de que termine su sangrienta existencia.
¿Qué ha determinado la auténtica fijación psicopática de las élites intelectuales y artísticas hispanoamericanas —dos premios Nobel, Neruda y García Márquez, entre ellos— con el castrocomunismo cubano? ¿Qué ha convertido a las universidades e institutos de enseñanza media y superior en laboratorios y caldos de cultivo en los que se reproduce desde hace sesenta años el humus del marxismo leninismo, del castrismo, del guevarismo y ahora del castrochavismo venezolano? Formas todas autoritarias y autocráticas que nos recuerdan, como diría Octavio Paz, la añoranza por la monarquía autóctona que no tuvimos. La historia la escriben los vencedores, es la propuesta del mercado de las ideologías. La verdad la escriben los vencidos, es la verdad histórico-filosófica.
Si las guerras civiles confesionales europeas dieron paso a intelectuales de la grandeza de Thomas Hobbes y Jean Bodin, así como a obras de la importancia del Leviatán, la Revolución francesa y la norteamericana a historiadores de la talla de Alexis de Tocqueville y la Revolución europea de 1848 a grandes pensadores como Juan Donoso Cortés, ¿qué aporte intelectual puede reconocérsele a la independencia latinoamericana, a los devastadores efectos de la Revolución cubana, a los permanentes efectos desestabilizadores del castrocomunismo cubano? Salvo el boom, mirada autocomplaciente en el espejo distorsionador de nuestros delirios, e intentos frustrados por fundamentar una sociología política del subdesarrollo, no ha existido un solo intelectual capaz de darnos una mirada retrospectiva sobre las causas de nuestra sociopatía política y adelantar fórmulas reparadoras al estropicio legado por nuestros libertadores. Latinoamérica es un continente intelectualmente estéril. El bolivarianismo, una perversión congénita.
Mientras en Venezuela se sufre de la peor tiranía de su historia, con efectos sobre la crisis humanitaria en que ha derivado sumiendo a su población en sufrimientos propios de un campo de concentración, la patética orfandad intelectual en que nos encontramos no puede menos que causarnos angustia. Repitiendo una y mil veces los mismos errores, en vez de enfrentarse al tirano cubano, lo reciben de rodillas como a un Mesías iluminado por los dioses. Basta revisar el listado de los más de novecientas venezolanos que le dieron la bienvenida con ominosos ditirambos para comprender la miseria intelectual que los caracteriza. Y aún hay intelectuales notables de importante figuración pública, que han hecho carrera a la sombra de la democracia norteamericana, que se niegan a reconocer la naturaleza socialista de esta dictadura, y apuestan sus prestigios a la defensa de un sistema responsable por el asesinato de más de cien millones de personas. Definitivamente: la crisis humanitaria venezolana parece no tener intelectuales entre sus dolientes. Es un hecho de graves consecuencias: sufrimos la patética orfandad de auténticos pensadores capaces de defender nuestras instituciones. Tocamos ya el fondo de nuestro seudoilustrado analfabetismo.
[1] Venezuela, Política y petróleo, Seix Barral, BARCELONA, 1979. Prólogo de Hugh Thomas, pág. III.