Todos los adjetivos son insuficientes: conmovedor, emocionante, sobrecogedor, desopilante. Es la mayor ovación recibida por político venezolano alguno en nuestros doscientos años de República por el Congreso de los Estados Unidos, durante la gran fiesta del primer y más importante Parlamento del mundo, el afamado Mensaje a la Unión, dado por el presidente de turno para resaltar los momentos más trascendentales de su paso por el Salón Oval. Solo eché en falta un detalle a la altura de la emotividad tan propia de Trump, que hubiera enardecido a la concurrencia. Por ejemplo: la bandera de Venezuela y la de Los Estados Unidos flameadas por Juan Guaidó como prueba de la unión indisoluble que nos signa. Pero los asesores de imagen del diputado guairense no se caracterizan por su habilidad y talento. Ni siquiera habrán supuesto que sucedería indefectiblemente, pues todo mensaje a la Unión reserva unos instantes para la ovación de rigor ante un invitado extranjero especial: sea afgano, turco, surafricano o, como en este caso, venezolano. Pertenece al guion habitual en los mensajes a la Unión. Y estando Venezuela, para nuestra infinita desgracia, en los corazones de la temida actualidad, fueron los únicos minutos de gloria que el destino nos ha asignado. Sin mayores consecuencias.
¿Entonces?
No habrá consecuencias prácticas para la dictadura, que seguirá reprimiendo, abusando, humillando y haciendo sufrir a 28 millones de venezolanos. Los neonatos seguirán muriendo, los pobres seguirán hambreándose, los enfermos seguirán rogando por alguien que les alcance las medicinas que necesitan. Puede que el padre taxista en su parada en Las Palmas de Gran Canari les muestre las imágenes a sus compañeros asombrados de estar tan cerca del pocreador de quien ejerce de todopoderoso presidente mediático de un país gangrenado. Puede que su madre, en La Guaira, infle el pecho ante el carnicero del barrio y su mujer les recuerde a sus hijos qué tamaño de padre tienen.
En los hechos, estos polvos revolotearán durante unas horas, el dictador sentirá el reconcomio que le dilacera las entrañas, la plana mayor de la tiranía se comerá las uñas deseando agarrarlo a palos a su entrada por Maiquetía y tendrán que tragarse sus ganas de tirarlo a una mazmorra, subirlo hasta el décimo piso y lanzarlo por una ventana, como ya han hecho con otros pobres infelices sin que les salga ni por borrachos.
Horas. Después, más nada. Por lo menos nada de lo que sería de rigor, si quien fuera ovacionado en el primer Parlamento del planeta tuviera la conciencia, la voluntad y el coraje de enfrentarse al dictador y provocar una crisis histórica de tanta dimensión como las que tumbaron a dictadores árabes y africanos, ante la cual a ese Parlamento, a ese salón oval, a esos dos partidos y al Pentágono no les quedaría más nada que ordenarle a la Quinta Flota pusiera en práctica lo planeado, estudiado, ensayado y convenido una y otra vez: intervenir militarmente y sacar de Miraflores a sus usurpadores directamente aerotransportados a las cárceles norteamericanas correspondientes. De paso a La Haya, como un día Mirosevich.
Puedo apostar mi cabeza a que nada de eso sucederá. En lugar de coger ese rumbo de Gran Política y jugarnos el todo por el todo, volverán los intentos de diálogo, las convocatorias a bailangas de barriadas, los dimes y diretes en la Asamblea Nacional, la chimuchina politiquera del piso 18, las denuncias radiadas, las apariciones televisivas y los comentarios por las redes. Paja. Ni modo. En Venezuela, es lo que hay.