La tiranía cubana, según uno de los primeros propagandistas del asalto de las guerrillas de la Sierra Maestra, el periodista, fundador y principal animador de Radio Rebelde desde la zona de combates, Carlos Franqui, “la peor tragedia que ha sufrido Cuba desde su fundación”, nació perfectamente consciente de que, para sobrevivir, tendría que encadenarse a la Unión Soviética, según Fidel, o a China, según el Che Guevara y asumir el liderazgo del llamado Tercer Mundo –concepto inventado por Perón, que fuera quien primero reconociera las aptitudes de liderazgo de Castro– comenzando por expandirse por América Latina y poner pie en Venezuela, según el mismo Fidel, o en Bolivia, según el Che. Sabían ambos que entregada a sus propias fuerzas, la llamada revolución cubana no tenía las más mínimas posibilidades de sobrevivir. El petróleo venezolano parecía el maná del que brotaría la revolución latinoamericana y, por extensión, el ataque a los Estados Unidos y la revolución mundial. Las mezquitas, entre tanto, le rezaban a Alá y nada parecía presagiar el volcán milenario que crecía en su interior.
Después de optar por encadenarse a la Unión Soviética, encargada de darle mantenimiento y permitir su sobrevivencia con la entrega de miles de millones de rublos anuales, a escasos 80 millas de La Florida, y cortar todo vínculo con los Estados Unidos, lo que conduciría a su expulsión de la OEA, el eje de la expansión cubana en tierra firme pasaría por la llamada Secretaría América, dirigida en La Habana por el comandante Manuel Piñeiro Losada, “Barbaroja”. El uso del territorio cubano como campo de formación y entrenamiento de guerrilleros y fuente de financiamiento y dotación de dinero y armamento para llevar a cabo la irrupción de las guerrillas y la lucha armada estaba asegurado. El enfrentamiento entre Cuba y los Estados Unidos se había hecho inevitable, escalando la Guerra Fría hasta llevarla a la llamada crisis de los misiles. Cuba había logrado zafarse de su integración a Occidente y sentar una cabeza de playa en el Caribe para facilitar la penetración del comunismo soviético en la región.
Rómulo Betancourt no solo estuvo perfectamente consciente del grave peligro que entrañaba la existencia del Gobierno cubano en el corazón del hemisferio. Asumió bajo su responsabilidad la lucha frontal contra el castrismo, al que le negó todo auxilio. Comenzando por negarle personalmente a Fidel Castro su respaldo y combatir a quienes, dentro o fuera de su partido, habían caído bajo su seducción e influencia. América Latina se vio enfrentada a una encrucijada: la revolución castrista y la dictadura del proletariado, empujada por las guerrillas y la lucha armada y/o los partidos marxistas y la lucha electoral, o la democracia constitucional, fundada en una economía social de mercado. En los sesenta América Latina se debatió entre esas dos opciones: la dictadura marxista o la democracia liberal. Sus máximos exponente: Fidel Castro y Rómulo Betancourt. Era “la hora de los hornos”
¿Lo sabían Carlos Andrés Pérez, César Gaviria y Felipe González, cuando creyéndolo descarriado santo de sus devociones intentaron la utópica empresa de rescatarlo, arrancándolo de las garras del comunismo soviético y reintegrándolo a la senda de la democracia occidental? ¿Lo sabían los abajo firmantes que le dieron una entusiasta bienvenida al seno de la Paz de Occidente? Ni unos ni otros fueron plenamente conscientes de que servían a los fines expansionistas, tiránicos y represivos del tirano cubano. Cavaban su propia tumba, auxiliados con entusiasmo por la felonía y la traición del comandante Hugo Chávez, sus ejércitos, el Partido Comunista, La Liga Comunista, Bandera Roja y todos los sectores del marxismo venezolano. Incluidos los compañeros de ruta que yendo desde Arturo Uslar Pietri hasta Rafael Caldera, pasando por el variopinto cartel de abajo firmantes se dedicaron a socavar las bases democráticas y llevar al cadalso a su principal defensor, Carlos Andrés Pérez. Si se excluye el avieso protagonismo de las fuerzas armadas y la estelar participación del máximo golpista de la historia venezolana, Hugo Chávez, es lo que parece estar repitiéndose en Chile. Sin que por ahora se avizoren las fuerzas capaces de impedirlo.
La descomunal, la colosal traición de las fuerzas armadas venezolanas le entregó a Fidel Castro el país, con todas sus riquezas –el petróleo, en primerísimo primer lugar, con cuya posesión llevaba cuarenta años soñando inútilmente, pero también el oro, los diamantes y las futuras fuentes minerales de energía nuclear– abriéndole el territorio continental a su voracidad y dominio. Desde el Río Grande a Tierra del Fuego. Sin disparar un solo tiro. Con ese colosal respaldo financiero, se apoderó “legal, electoral y constitucionalmente”, de los gobiernos de Ecuador, Bolivia, Perú, Chile, Argentina, Uruguay, Paraguay, Brasil y México. Coronando la osadía de su expansión poniendo al frente de la Secretaría General de la OEA, a uno de los suyos, José Miguel Insulza.
Contra esta cruzada expansionista no hubo, en todo el hemisferio, incluido los Estados Unidos, ninguna política defensiva, fuera de la planteada por Luis Almagro, al frente de la OEA, y tan solo dos políticos latinoamericanos de la talla continental de Rómulo Betancourt: el expresidente colombiano Álvaro Uribe y el presidente de Brasil Jair Bolsonaro. Ni Duque, ni Sebastián Piñera ni Mauricio Macri han sabido estar a la altura de las circunstancias. El Grupo de Lima, absolutamente inconsciente del embate que sufre la región por parte del castrocomunismo, como ya se deja ver en Colombia, en Ecuador y en Chile, padece de una sordera y de una parálisis crónica. Y el Departamento de Estado, en un insólito caso de abandono de sus responsabilidades globales, sigue deshojando la margarita.
No es un contexto inédito, ni novedoso. Es el contexto en el que se ha desarrollado la política regional desde fines de la Segunda Guerra Mundial, que situara a la Unión Soviética y a los Estados Unidos a la cabeza de los dos bloques de poder global, amos del mundo divididos en dos mitades prácticamente iguales, poseedores de poderes militares terrestres, aéreos y marítimos relativamente semejantes, equilibrados y dotados de cohetería atómica como para desatar una conflagración nuclear. Fue a la sombra de esa parálisis de poder global, determinante de la llamada Guerra Fría, que abarca desde 1945 hasta 1988, con la caída del Muro y el derrumbe de la Unión Soviética y sus satélites dictatoriales, que Cuba pudo asentarse en el corazón de Occidente y convertirse en la gran amenaza virtual del Siglo XX. Respaldada en el XXI por la emergencia de la Venezuela dictatorial y el poder que le confiere la posesión de la primera reserva petrolífera de Occidente, un territorio estratégico en los hombros de Sudamérica y el control virtual del Caribe.
¿Deben avenirse las sociedades latinoamericanas a vivir permanentemente bajo la amenaza virtual de la expansión de los regímenes dictatoriales y su asalto, en alianza con sus aliados marxistas leninistas locales, a los Estados de derecho alentados por el castrocomunismo y sus aliados nacionales, eludir todo enfrentamiento con las fuerzas internas y externas enemigas de la estabilidad democráticoliberal y aceptar la imposición de ese aciago destino como inexorable resultado que regirá sus futuros? ¿Debe Latinoamérica aceptar su inestabilidad congénita como parte de su genética y esperar cruzada de brazos que sus gobiernos terminen cayendo en manos del castro comunismo?
Aun cuando la región cuenta con instrumentos multilaterales de autodefensa, civil y militar, de rango internacional como el Tratado Internacional de Asistencia Recíproca (TIAR), ninguna de las constituciones vigentes ha terminado por elevar las actividades de desestabilización, quiebre y ruptura del Estado de derecho como atentatorias a la vida de la república. Ni los partidos y organizaciones que promueven la desestabilización y el asalto al Poder han sido prohibidos legalmente de ejercer sus actividades antipatrióticas.
Aterra constatar la inconsciencia con la que la que la sociedad chilena ha decidido escarbar en sus fundamentos y demoler sus bases fundacionales a la búsqueda de lo desconocido. Reproducen el viaje al corazón de sus tinieblas, que en Venezuela ha culminado con la devastación de sus riquezas y la práctica extinción de su bicentenaria república. Estamos al borde del abismo. ¿Resistiremos la fascinación de sus profundidades?