Como «un país en vacaciones» describió José Luis Garci la España de los años de la Transición. Aquel periodo en el que la concordia y la libertad se abrieron paso entre el rencor y la revancha. Tiempo de futuro en que las madres españolas repetían como una jaculatoria un «no te signifiques» sincero, prudente y optimista, que englobaba mejor que cualquier ley la reconciliación y la esperanza que desde hace demasiados años no parecen estar ni ser esperadas.
Con la democracia asentada, aquellos cuyas ideas siempre se topan de frente con la realidad fueron poco a poco anegando cada día de la división que parecía en general superada, en una implacable pretensión de forzarnos a que nuestro mañana como nación consista en hablar del ayer. Nos ofrecen el recuerdo de tiempos que no habitamos, el llanto por guerras que no perdimos, la nostalgia de regímenes que no conocimos. Así viven e intentan que lo hagamos todos, cambiando el pasado, ignorando el futuro que llega, pasa y algún día, dentro de años, convertido en historia, manipularán. Siempre enfrente de todo lo que recuerde al más básico y razonable sentido común. Nunca hoy. Nunca nosotros. Jamás todos.
Las últimas semanas de la eterna campaña electoral en la que chapotea la política española han visto despojarse de todo tipo de máscaras a los enemigos de la nación, es decir del ser humano, en plena ofensiva a la desesperada, paralela a la creciente deriva totalitaria en Latinoamérica. El juicio moral es asfixiante, ocupa todos los ámbitos, no entiende de circunstancias ni condiciones. Ante una sociedad que, pese a la manipulación mediática, educativa y judicial, no acaba de entregarse por completo a unos partidos contrarios a su libertad, lo que fue sutil se ha convertido en descarado.
En pocos días, el Gobierno en funciones del PSOE ha reducido al más obsceno uso político dos de los acontecimientos más relevantes de las cuatro décadas de periodo democrático español. La sentencia judicial clave para la continuidad legítima de la Constitución de 1978 y la exhumación de Franco, con la esperanza macabra de desenterrar el odio y enfrentar a los nietos de los españoles que se perdonaron hace 40 años. Dirigentes socialistas de hoy, dignos herederos de Prieto y su escolta, Largo Caballero y su guerra o Negrín y el oro de todos. También de Zapatero y su «nos conviene que haya tensión» a Iñaki Gabilondo en 2008, al final de una legislatura que comenzó con 193 asesinados para cambiar el Gobierno y que supuso la aprobación de las leyes de Memoria Histórica, Violencia de Género y Aborto o la oleada de Estatutos de Autonomía de los que vienen estos lodos, con los votos a favor de proetarras, golpistas y beneficiarios de la violencia, los mismos partidos que posibilitaron la moción de censura y llevaron a Pedro Sánchez a la Moncloa.
Pablo Iglesias, en clara referencia a Lenin, nunca ha dudado en reconocer que ellos, los comunistas, solo pueden llegar al poder en circunstancias excepcionales: graves crisis económicas, desafección general hacia la nación o la política, un golpe de Estado, una extraña moción de censura… Desde su creación, Podemos y sus marcas blancas han fomentado todo movimiento contrario a la convivencia entre los españoles. Regionalismos, nacionalismos e independentismos de toda naturaleza, cualquier manifestación violenta, hasta su alianza con el brazo político de ETA en Navarra. Ante todo, el enfrentamiento. La ruptura. Los bandos.
Dos Españas. Perenne afán de romper en pedazos la concordia de nuestros antepasados, como recordó Santiago Abascal en el debate electoral, entre insultos de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias e interrupciones de un torpe Albert Rivera empeñado en hablar de bandos, ignorante de su innegable existencia. Sin duda, los hay, aunque radicalmente diferentes de las tan machadianas como manoseadas dos maneras estereotípicas de concebir la nación más antigua de Europa. Hay una España que vive en y del pasado, que odia, que envidia, que no perdona, frente a otra que trabaja, o lo intenta, que abraza a su hermano, que mira al futuro. Los profetas del ayer, desconocedores de lo anterior en el mejor de los casos, nos dijeron y dirán que hay dos Españas, sin siquiera haber imaginado sufrir la guerra de nuestros abuelos. Nos etiquetaron y etiquetarán con un color desde la cuna. Tratarán de evitar así que pensemos que tal vez no están a la izquierda y a la derecha, sino, más bien, delante, avanzando, y detrás, como un lastre fatal.
Y así llegan todas las elecciones. Y así pasan, como pasaron las últimas, y las anteriores y todas las que ya ni recordamos. Sic transit las verdaderas dos Españas, cada día más enfrentadas por voluntad de unos oportunistas que ven un filón en el odio y la desidia de una parte de la nación que pone el foco en la diferencia. Y, así, como siempre, unos seguirán madrugando para que el resto viva de su esfuerzo, seguirán mirando al futuro mientras otros le dan la espalda al progreso, incapaces de quitar su mirada del pasado, sus esperanzas del ayer.
A pocas horas de manifestarnos por el porvenir de nuestra nación con mayor capacidad de influencia técnica que el ya histórico 8 de octubre de 2017 en Barcelona o que el fugaz espíritu de Ermua, anulado finalmente por el PSOE para complacer a sus socios. A los españoles, el domingo no nos harán falta las banderas que nunca sobran para elegir la libertad frente a la tiranía, la esperanza frente al miedo, la voluntad frente a la resignación. La vida frente a la muerte.