
EnglishEn Chile, el reciente “acuerdo” sobre la reforma tributaria alcanzado en el Senado entre gobierno y oposición, en vez de calmar el clima de polarización en los últimos años, lo ha encendido aún más.
Efectivamente, con pesar lamentamos que se equivocaron quienes creyeron ver en este hecho el regreso a la política de los consensos, ese estilo que predominó en los años 90 e hicieron de Chile un referente para todo el continente. Por entonces, se legitimó el modelo económico que seguía manchado por su pecado original —el haber sido “impuesto” por una dictadura— y el país hizo una transición a la democracia en paz que combinó la libertad económica con la política, manteniendo una tasa de crecimiento promedio del 7% por lo menos hasta 1997.
Fue lo que se denominó el “consenso de Chile”, en alternativa al “consenso de Washington”. La versión chilena de desarrollo era más realista, menos ortodoxa, más pragmática y acorde a nuestra cultura cívica.
Ese consenso hoy no existe, y la actitud con que se lleva a cabo la discusión pública sigue más bien la lógica de “o estás conmigo o estás contra mí”. Una actitud de mirar al otro no como un oponente leal, sino como un enemigo, lo cual en política sencillamente lleva el despeñadero.
Desde la derecha, varios sectores criticaron el acuerdo acusando el abandono de los idearios “fundamentales”. No entienden que aquí lo que se trató fue de “evitar un daño al país”, y que esa actitud sí corresponde a un tema de principios y no de pragmatismo, como señaló el economista Juan Andrés Fontaine, un hombre clave en el acuerdo tributario. Fontaine, quien fue exministro de Economía durante el gobierno de Sebastián Piñera, de paso afirmó el 14 de julio al diario El Mercurio que: “habría sido irresponsable restarse de una solución sustancialmente menos dañina que la propuesta original”.
Pero ciertamente es desde la izquierda donde vienen las mayores críticas. Las declaraciones del diputado Guillermo Teillier, presidente del Partido Comunista, integrante de la gobernante coalición Nueva Mayoría, dejan en evidencia que no hay voluntad de acuerdos. Teillier señaló que en las reformas hay un “objetivo de fondo, que trasciende a este gobierno, que tiene que ver con el desarrollo del país. Tiene ribetes ideológicos”.
Sus palabras están tomadas de una entrevista publicada esta semana en el diario La Tercera, en donde el diputado agregó que “cualquier cosa que nos retrotraiga a la política de los consensos es fatal […] puede haber negociaciones, pero para avanzar, para abrir camino, no para impedir la realización de las reformas”.
Con la misma actitud de enfrentamiento, se refirió al acuerdo el exlíder estudiantil y también diputado Gabriel Boric. En una columna publicada por el mismo diario, indicó que es impensable llegar a un acuerdo como el tributario en materia educacional, el otro pilar de las reformas que está llevando a cabo Bachelet. “Hacer público lo que tras la dictadura se pensó como privado —nuestros derechos más elementales— es el eje que le da sentido a sus luchas,” sentenció.
La conclusión más elemental, es que estamos —por parte de la izquierda— de regreso a la vieja consigna de los años 60 con el “avanzar sin transar” que tanto daño le hizo a la política chilena. Mientras tanto, la derecha sigue arrinconada, presa de sus fantasmas y fiel a su antropofagia autodestructiva.
Chile es un país que históricamente, en sus poco más de 214 años de vida independiente, ha oscilado en torno a la construcción y destrucción de consensos sin alcanzar la madurez. Hoy tiene crisis de los 40, una voluntad suicida o sufre de locura incomprensible —llámela como desee, lo concreto es que mientras eso ocurre nos ponemos a las puertas de ser, una vez más, un caso de desarrollo frustrado.