Cuando advierta que para producir necesita obtener autorización de quienes no producen nada; cuando compruebe que el dinero fluye hacia quienes trafican no bienes, sino favores; cuando perciba que muchos se hacen ricos por el soborno y por influencias más que por el trabajo, y que las leyes no lo protegen contra ellos sino, por el contrario, son ellos los que están protegidos contra usted; cuando repare que la corrupción es recompensada y la honradez se convierte en autosacrificio, entonces podrá afirmar, sin temor a equivocarse, que su sociedad está condenada”. —La rebelión de Atlas, Ayn Rand
EnglishEl título de este artículo es en clara alusión a la última novela de Ayn Rand, quien fuera la fundadora de la corriente filosófica llamada Objetivismo, de la que mucho debemos aprender.
Ahora bien, ¿por qué traigo a colación esta novela, más allá de lo atractiva y sugerente que es? Por los recientes hechos ocurridos en el país, que no evitan que haga los constantes símiles con esta obra, que dibuja una sociedad distópica en la que poco a poco van desapareciendo los verdaderos empresarios (emprendedores), ante las abusivas regulaciones, que en realidad constituyen saqueos a su trabajo y esfuerzo.
Recientemente, dentro de las ya absurdas medidas de regulación de precios, creo que llegamos a uno de los momentos más ridículos o dolorosos —ustedes decidan—, que hemos vivido en Venezuela. Se llegó al extremo de regular un cartón de huevos (uno de los productos más consumidos en el país) a Bs.420, cuando se estaba vendiendo en Bs.1.200 en promedio.
El resultado en este caso créanme que no serán largas colas para comprar el producto; o escasez y su aparición esporádica en los automercados. El resultado será la extinción del producto, porque me atrevo a decir que quien se respete y respete su trabajo y su esfuerzo prácticamente estaría regalando el cartón de huevos a este precio. Un ejemplo de esto: el dueño de un abasto, ante la posibilidad de vender a pérdida, decidió romper los huevos. La imagen habla por sí misma.
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A mí no me queda más que aplaudir esta acción porque fue una decisión valiente; una decisión que dice que no venderá a pérdida; una decisión que dice que es libre de hacer con el producto de su trabajo lo que quiere, y que no será un funcionario del Estado que, sin conocer la realidad del negocio, desde la comodidad de su despacho, y sin conocer los riesgos que supone ser un empresario, le dirá cómo actuar.
Con su actuación, esta persona simbólicamente se fue a las montañas de John Galt, aquel lugar en el que no existen regulaciones; en el que es posible desarrollar todas las potencialidades del ser humano; en el que el único límite son los derechos y libertades del otro. Un lugar en el que el talento y el ingenio no son castigados o saqueados, un lugar en el que no se trata de imponer la igualdad, siendo este el mayor acto de violencia que se puede ejercer contra una persona.
Estos burócratas no han terminado de entender algo tan elemental como lo es que el único precio justo lo da el mercado.
Esta persona se rehusó a aplicar una regulación tan absurda como “los precios justos”, impuesta por funcionarios sin ningún tipo de conocimiento, y con el afán y ganas de controlarlo todo. Estos burócratas no han terminado de entender algo tan elemental como lo es que el único precio justo lo da el mercado.
Desde que me leí La rebelión de Atlas no he dejado de leer a Rand, especialmente en La virtud del egoísmo y Capitalismo, el ideal desconocido.
Lamento profundamente (porque padezco los efectos) que los que pretenden dirigir este país no tengan el más mínimo conocimiento de la ética objetivista de Rand; del legado de los filósofos escoceses como Adam Smith y David Hume, que no entienden que al perseguir el propio interés, sin dañar a otros, se logra el beneficio de todos.
Un conocido profesor de la Universidad Católica Andrés Bello, Antonio Canova, señalaba que “Cuando el vicepresidente de un país aclara en público cuánto debe costar un ‘cartón de huevo’, está claro que eso no es un país”.
“Cuando el vicepresidente de un país aclara en público cuánto debe costar un ‘cartón de huevo’, está claro que eso no es un país”.
A veces caigo en la tentación de pensar que nunca fuimos un país, y que esos funcionarios en algún momento fueron elegidos democráticamente. Pero el comerciante de este artículo es parte de este país; Antonio Canova es parte de este país; miles de venezolanos que desde sus espacios luchan por la libertad también son este país. Yo soy parte de ese país.
Aunque la tarea es larga, dentro de nuestro ordenamiento jurídico hay más mandatos (prohibiciones y autorizaciones) que leyes propiamente, y a veces luce como que esto no es un país; como decía G. Steiner, quiero caer en el error de la esperanza y pensar que existen miles de John Galt, Francisco d’Anconia y Dagny Taggart.