Muchos trabajadores odian al capitalismo y lo culpan de sus problemas personales de productividad y eficiencia económica. No toleran la desigualdad y se amparan en sindicatos pues creen que de no pertenecer a ellos, serán aplastados por los señores feudales del sistema.
Por estos días se planea un paro orquestado por la CUT (Central Única de Trabajadores) en protesta por lo que debiera ser una muy buena noticia sobre todo para los trabajadores menos calificados. Se trata de la no aprobación del aumento del salario mínimo.
La historia de los sindicatos en Chile no es de colores alegres, pues estos comenzaron a existir en un contexto en el que el poder estaba ligado al poder político de una manera retorcida, pues los mismos dueños de los grandes monopolios de explotación de las materias primas, eran los legisladores y gobernantes que se auto concedían licencias inescrupulosas para manejar sus negocios con privilegios especiales y tratos excepcionales que aseguraran la inexistencia de competidores.
El gobierno al servicio del mercantilismo en todo su esplendor. Atrás quedaban los intentos de la república liberal por introducir el verdadero concepto del libre mercado que con sus falencias iba aprendiendo de sí mismo e iba innovando en la adquisición de buenas prácticas.
Uno de los más brillantes economistas que sirvió al país desde el gobierno durante la república liberal entre 1855 y 1863, fue Jean Gustave Courcelle Senuil, quien era un acérrimo defensor de la libertad económica y deseaba instalarla con todo lo que ella implicaba, es decir: libre competencia, libre negociación entre empleados y empleadores, impuestos mínimos y reducción de aranceles de entrada y salida para lograr posicionar a Chile en el mercado internacional.
Todo esto quedó en el olvido hacia el final de la república liberal y comenzó la república parlamentaria (1891- 1925) Con ella se instaló el mercantilismo que es producto de la intervención directa del Estado en la economía, con todos sus vicios.
Las condiciones eran paupérrimas y los salarios miserables y muchas veces en fichas, fijados de manera unilateral sin derecho a negociación por los mismos políticos que empleaban a las masas no calificadas. Este contexto de explotación forjó en la mente de las clases trabajadoras dos conceptos errados:
- El capitalismo es la explotación misma. Esto implica una automática lucha de clases, pues para el trabajador, el capitalista es aquel explotador protegido por el gobierno que no cederá a crear condiciones de trabajo justas que permitan maximizar no solo la productividad del empleado sino también su realización personal, pues para el supuesto capitalista, solo existe su oportunidad de lucro. Lo que no entendieron estas personas es que se encontraban frente al opuesto del capitalismo, al mercantilismo, que podríamos mejor definirlo como el secuestro del capitalismo por parte del gobierno que genera un ambiente perverso para las relaciones económicas en un espacio determinado.
- La pobreza y la desigualdad son sinónimos. Las abultadas fortunas de unos pocos mercantilistas bien protegidos por sus monopolios, frente a una minoría de capitalistas mayoritariamente de clase media, hicieron que las personas pertenecientes a la clase obrera (la gran mayoría a principios del siglo XX) viera a los ricos como los causantes de su pobreza y mezclaron a todos los que generaban empleo con esa clase explotadora. El asunto tenía algo de sentido, pues dichas fortunas descansaban en las espaldas rotas de los trabajadores que no tenían más remedio que aceptar las condiciones provistas o morir de hambre frente a un gobierno proteccionista y coludido con el poder económico, por lo tanto ellos eran ricos porque los trabajadores eran pobres y esa era una desigualdad injusta. Es que a los grandes magnates les conviene mucho un estado robusto donde las decisiones económicas son controladas por burócratas humanos muy susceptibles al soborno. La libre competencia que es tan natural del capitalismo no es conveniente para quienes quieren asegurar fortuna sin ofrecer un producto o servicio de calidad en retorno.
Con estas ideas fijas nacen los primeros sindicatos en Chile (alrededor de 1910) que hasta hoy han heredado esta forma de pensar amparándose en la historia tan plagada de injusticias pero desconociendo la importancia y la profundidad de la terminología que de interiorizarla los convertiría en defensores del modelo capitalista que hoy denostan.
En efecto, los sindicatos son una respuesta al mercantilismo, pero no son necesarios en el capitalismo, de hecho pueden hasta ser perjudiciales.
En una sociedad mercantilista, el sindicato es un colectivo de trabajadores que frente a la insignificancia del individuo respecto de un Estado monstruosamente grande, necesita visibilizarse y tomar control para no ser aplastado. El capitalismo en cambio, necesita la mayor libertad individual posible para sustentarse, pues son las decisiones personales las que orientan el mercado, hacen posible la innovación y los avances sociales.
El capitalismo necesita un Estado tan pequeño como sea posible y lo menos entrometido que se pueda, pues con menos intervención y opresión estatal, surgen cada día nuevas ideas y proyectos que arrastran a las personas a la prosperidad y mejoramiento de su calidad de vida.
En el capitalismo, la libertad del individuo frente a su empleador lo posiciona ventajosamente, pues el trabajador conoce su productividad y entrenamiento y sabe que al ser excepcional puede negociar mejor. Esto se traduce en una ventaja tanto para su empleador como para él mismo y también para los usuarios de sus servicios.
La libre competencia que el capitalismo propicia, ha generado en países como Suiza, ventajas para los trabajadores en forma de vacaciones prudentes, beneficios de salud y hasta pensión a cambio de una alta productividad. Todos compiten y eso mejora el nivel de todo lo que producen. Para el empleador no hay más opción que competir también con buenos salarios y buenas condiciones para conservar a los mejores y todo esto sin necesitar legislar sobre sueldo mínimo.
Esto también beneficia a los primerizos y menos calificados pues gracias a la alta productividad de los más experimentados, hay cierta holgura para permitirse nuevas incorporaciones sin exigencias excesivas, dándole a estos menos favorecidos la oportunidad de llevar un alguna ganancia a casa por sobre cero que sería lo que obtendrían de no trabajar. No hay mejor política social que el empleo.
En un país como Chile, alguna vez los sindicatos fueron una respuesta comprensible, pero hoy por hoy, solo dañan la democracia, pues son extensiones de ciertos partidos políticos de izquierda mayoritariamente y su accionar está orientado a desbaratar el modelo que les permite tener empleos libremente.
Mientras más legislaciones que opriman a sus empleadores que libremente arriesgaron su tiempo, energía y capital para generar una idea de negocio que hoy los emplea y les da sustento y más les exijan bajo la mirada histórica de que los empleadores son explotadores protegidos (lo cual en la mayoría de los casos no es así), más se cierran las puertas al progreso, la innovación, el aumento de su propia productividad y la verdadera dignificación del trabajo que viene cuando este se realiza bien.