En Chile, el Estado se ha vuelto incapaz de proteger las libertades básicas de los ciudadanos. Estas se ven cada día más socavadas por nuevas leyes que minan la confianza pública en la eficiencia de las instituciones, y la justificación es el intento de garantizar los “derechos sociales plenos”.
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La consigna parece ser “derechos para todos, deberes para nadie”. El peligro del populismo, de la política de ofrecer todo “gratis” a cambio de un voto, no es sólo que se encarga de redistribuir los ingresos de manera irresponsable y con tendencia a la corrupción, sino que también deja de lado temas sensibles y serios ya sea por ideología, por negligencia o por incompetencia.
El caso chileno se encuentra cada día en un estado más crítico. Los ciudadanos viven en una inseguridad constante. El gobierno, por su parte, piensa que los bienes están mal distribuidos, y que existe un derecho a tomarlos por la fuerza, bajándole el perfil a delitos de apropiación de lo ajeno ya que, en el fondo, son consistentes con su ideología.
Corresponde mencionar el caso de la violencia en la región sureña de la Araucanía. Esta zona de gran presencia indígena, es utilizada por fuerzas políticas violentas para atentar contra la paz y la integración en aras de una supuesta reivindicación de la causa mapuche.
Es de conocimiento público que existen correos electrónicos ligados, directamente, a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc) con células armadas del Partido Comunista en Chile. Los correos están disponibles para ser consultados, y no hay posibilidad de malas interpretaciones, por lo que la causa Mapuche, mal entendida por algunos originarios que reclaman lo que los conquistadores les arrebataron, es utilizada por el Partido Comunista para obtener poder negociando con el Estado.
Una de las últimas acciones violentas que se realizaron en esta zona, fue la quema de una escuela rural en Ercilla, un pequeño pueblo chileno. Esto se suma a la quema constante de fundos, camiones, iglesias, matanza de animales y amenazas a los agricultores locales. ¿Cómo olvidar que estos ataques no tienen respeto por la vida humana, la cual es un mero medio para un fin? Por ejemplo, tenemos el emblemático caso del asesinato de la familia Luchsinger Mackay, que fueron cruelmente encerrados en su hogar y quemados vivos.
¿Por qué no se hace nada? ¿Por qué el Gobierno manda poca fuerza policial y, cuando lo hace, no le da más que perdigones para enfrentar grupos pesadamente armados? ¿Por qué el Gobierno no defiende la libertad de las personas y lucha contra este obvio terrorismo y lo llena de eufemismos como “delincuencia rural”, “golpes al corazón religioso” o “eventos aislados de conflicto cultural”?
Es sencillo establecer la armonía ideológica entre el gobierno de turno y las causas armadas. No por nada, el líder Marco Enríquez Ominami confesó que le habría gustado ser mirista (guerrillero del Movimiento de Izquierda Revolucionaria). La misma presidente Michelle Bachelet era conocida en sus años de juventud como “comandante Claudia”. Sin embargo, la negligencia, reticencia y obsecuencia al tratar el asunto de la violencia en el sur, va más allá de lo ideológico.
Este fenómeno ha alcanzado dimensiones tan colosales, que al gobierno no le parece buena idea intervenir en este momento. Según ellos, el conflicto podría escalar más alto.
La autoridad máxima de la región, el Sr. Andrés Jouannet, dice querer evitar el escalamiento del conflicto a proporciones indeseadas. En otras palabras, tienen conciencia de que este problema, que antes era pequeño, se les ha salido de las manos y ya no lo pueden detener. Saben que estos grupos violentos pueden someter a través de la violencia a su gobierno, y prefieren hacer la vista gorda a este asunto.
[adrotate group=”7″]Las referencias del gobierno de Bachelet en el asunto son claras. La historia nos ha dado un adelanto de lo que esto puede significar en Chile, como bien retrata la serie Narcos, de Netflix, donde se cuenta la historia del poderoso Pablo Escobar en Colombia.
Escobar era capaz de someter a gobiernos completos bajo sus designios, ya que tenía poder sobre la vida y la muerte. Contando con grandes cantidades de dinero para pagar a sus sicarios, Escobar eliminaba a quien le placía, daba premios por asesinar policías y, bajo el gobierno de César Gaviria, el Estado colombiano llegó a hacer tratos humillantes con este delincuente asesino que moldeaba a todo un país según su retorcida voluntad.
¿Qué queda para Chile entonces? La sola esperanza es que el presente gobierno, que avala, disculpa y hasta fortalece la delincuencia y ahora el terrorismo, termine lo más pronto posible y sea reemplazado por alguno más sensato, que permita recuperar la confianza pública en las instituciones.
No es coincidencia que estemos presenciando la delincuencia desatada y el terrorismo impune. La ideología puede empoderar o anular a un gobierno, y es claro que la ideología de la administración Bachelet anula cualquier efectividad contra el despojo.
¿Será que Chile podrá seguir siendo un país libre? ¿O será subyugado por la violencia, la impunidad, la inseguridad y la ausencia del sentido común?
La esperanza es que la libertad prevalezca.