Tal vez seamos culpables quienes a veces hemos utilizado el mercado como una abreviatura o fórmula simplificadora que en verdad aparece como un antropomorfismo en lugar de precisar su significado. Cuando se dice y escribe que el mercado decide, el mercado prefiere, el mercado piensa, el mercado responde, lo único que falta es que se diga que el mercado copula. Todo esto transmite la falsa idea que el mercado es una especie de aparato misterioso ajeno a lo humano que funciona independientemente y de modo inmisericorde respecto a lo social.
Pero, ¿qué es el mercado? El mercado es la gente, el mercado somos todos. El mercado no es un lugar ni una cosa extraña, es un proceso administrado por cada persona al llevar a cabo las transacciones diarias. Por eso cuando se pretende señalar con cierta sorna que no debe dejarse todo en manos del mercado se está diciendo ni más ni menos que no deben dejarse las decisiones en manos de la gente. Las personas con sus compras y abstenciones de comprar van mostrando sus preferencias en base a intercambios de derechos de propiedad lo cual se pone de manifiesto a través de los precios que son los únicos indicadores para saber dónde invertir y dónde abstenerse de hacerlo.
Como se ha apuntado tantas veces, la institución de la propiedad privada resulta indispensable al efecto de asignar los siempre escasos recursos en las manos más eficientes para atender los requerimientos de los demás. Quienes aciertan con los gustos y las preferencias del prójimo incrementan sus ganancias y quienes no aciertan incurren en quebrantos. Como los bienes no crecen en los árboles y no hay de todos para todos todo el tiempo dicha asignación resulta vital.
Una manifestación de la ignorancia supina respecto al significado del mercado es cuando se alude a “los abusos del mercado” sin percibir la contradicción en los términos puesto que, como queda expresado, el eje central del mercado consiste en el respeto a los derechos. Es como ha escrito el maestro Marco Aurelio Risolia en su extraordinaria obra Soberanía y crisis del contrato, adelantándose a la sandez de haber incluido en códigos el llamado “abuso del derecho” lo cual, nuevamente, constituye una grosera contradicción en los términos puesto que el derecho no puede al mismo tiempo ser no-derecho. La norma positiva para ser consistente con el derecho descansa en los mojones o guías extramuros de la mera legislación vigente.
Los liberales comparten el respeto irrestricto a los proyectos de vida de otros y saben que ese respeto no significa adherir al proyecto del prójimo aunque lo juzguemos desacertado e incluso repugnante. El respeto es irrestricto siempre y cuando no signifique lesión de derechos de terceros lo cual da lugar al uso de la fuerza defensiva pero nunca ofensiva por parte de la agencia de protección que en esta instancia del proceso de evolución cultural denominamos gobierno. En este sentido vuelvo a recordar que Leonard Read ha dicho que a pesar de su admiración por los Padres Fundadores estadounidenses, estima que se equivocaron al usar la expresión “gobierno” ya que se traduce en mandar y dirigir lo cual debe hacer cada uno con su vida, concluye que debería haberse recurrido a términos como agencia de seguridad o de protección “puesto que usar la palabra gobierno es tan desacertado como llamar gerente general al guardián de una empresa”.
Como queda dicho, hay muchos matices en el seno del liberalismo. Los consecuentes debates enriquecen esta tradición pero hay asuntos en los que en general hay plena coincidencia. Además de lo que dejamos consignado, señalo solo tres puntos adicionales para ilustrar el tema. En primer lugar, no caen en el endiosamiento de lo colectivo y, en cambio, destacan la trascendencia de las autonomías individuales. Saben lo devastador de la tragedia de los comunes, es decir, lo que es de todos no es de nadie: no son los mismos incentivos cuando uno debe pagar las cuentas que cuando se obliga a terceros a hacerse cargo por la fuerza. Nadie mejor que Borges para ejemplificar este tema cuando se despedía de sus audiencias y decía “me despido de cada uno y no digo todos porque todos es una abstracción mientras que cada uno es una realidad”.
Resulta realmente escandaloso que los estatistas de nuestro mundo pretendan ser los únicos que cuentan con el sentimiento de compasión hacia los pobres y los que sufren. Como es sabido, compasión significa la participación en la desgracia, compartir el dolor, ser solidario en la tragedia ajena, conmiseración con la pena del otro, sentir como propia la aflicción del prójimo.
En cualquier caso, la limosna propiamente dicha, la entrega de recursos materiales a la persona necesitada, es un camino. Pero, el camino más potente estriba en ayudar a que se comprendan las recetas para el mayor bienestar posible por aquello de que “enseñar a pescar es más ayuda que regalar un pescado”. Lo primero perdura en el tiempo, mientras que lo segundo se agota cuando se ingiere el alimento (Sto. Tomás de Aquino incluye el “enseñar al que no sabe” en la categoría de limosna que denomina “espiritual”).
Como tantas veces hemos reiterado, además de la necesidad de abrir de par en par las puertas de la creatividad que solo se logra con marcos institucionales civilizados, quienes consideran que hay que adelantar los tiempos y ayudar a los desamparados de inmediato, deben recurrir a la primera persona del singular y proceder en consecuencia o reunir interesados en colaborar con ese muy noble propósito. Lo que no es conducente es recurrir a la tercera persona del plural y pretender arrancar el fruto del trabajo ajeno para tal fin. Siempre que se dice que el aparato estatal debe ocuparse del asunto, hay que preguntar a cuales vecinos hay que sacarles por la fuerza sus recursos. Esto es lo que suelen hacer los políticos en funciones, mientras acumulan canonjías.
Por otra parte, debe tenerse presente que la caridad y la solidaridad aluden a lo realizado voluntariamente, con recursos propios y, si fuera posible, de modo anónimo. El sustraer billeteras y carteras ajenas compulsivamente, no es caridad, filantropía ni solidaridad sino que se trata de un atraco. Este procedimiento degrada y prostituye la sagrada idea de caridad y se convierte en la mayor de las hipocresías.
Es de interés repasar lo ocurrido en muy diversos países antes de la irrupción del mal llamado “Estado Benefactor” (como queda dicho, el uso de la violencia es incompatible con la beneficencia). La cantidad de asociaciones de inmigrantes, cofradías, montepíos, fundaciones filantrópicas era notable y para los propósitos más diversos. Luego “el ogro filantrópico” confiscó jubilaciones e impuso el resto de la batería de medidas estatistas, con los resultados por todos conocidos.
No resulta posible ayudar a que las cosas mejoren si se destruye el derecho que, precisamente, permite incrementar las inversiones que, como decimos, a su vez, es lo único que hace que se eleven salarios e ingresos en términos reales. La referida demolición ocurre cuando se proclaman pesudoderechos. Esto es así porque la contrapartida del derecho siempre implica una obligación. El que alguien gane cierto monto con su trabajo conlleva la obligación universal de respetar ese sueldo, pero si se alega un ingreso que no se obtiene y el gobierno otorga esa suma, necesariamente quiere decir que otros tendrán la obligación de proporcionar la diferencia, lo cual naturalmente significa que se lesionan sus derechos, por ello se trata de pseudoderechos.
El segundo capítulo de este segundo ejemplo del monopolio estriba en la comprensión que en una sociedad libre el que primero descubre un medicamento, una tecnología o lo que fuere es monopolista que si resultara atractivo atraerá otros a ese reglón pero sostener que debe promulgarse una ley antimonopólica no nos hubiera permitido salir de la cueva y el garrote puesto que el primero que descubrió las ventajas del arco y la flecha hubiera sido prohibido por monopolista. El único monopolio dañino es el impuesto por los aparatos estatales puesto que necesariamente significa una situación peor que la que hubiera obtenido la gente en libertad.
Por último y solo para ilustrar de modo telegráfico algunas de las coincidencias generales en el liberalismo, debe subrayarse la oposición a las culturas alambradas y a los nacionalismos que no permiten el movimiento de personas y bienes a través de las fronteras. El liberal considera que el fraccionamiento del globo en naciones es al solo efecto de evitar el inmenso peligro del abuso del poder en un gobierno universal. Estima que la descentralización y el federalismo dentro de las naciones constituyen defensas a los derechos de las personas.
En resumen, el mercado no es un cuco, somos nosotros que entre otras muchas cosas decidimos las desigualdades de rentas y patrimonios a media que revelamos nuestras preferencias en el supermercado y afines todos los días. Y cuando los burócratas se inmiscuyen destrozan el proceso con lo que dañan a todos pero muy especialmente a los más necesitados puesto que bloquean el sistema de informaciones de los precios fruto de conocimiento fraccionado y disperso para concentrar ignorancia en manos de los arrogantes de siempre. El premio Nobel en economía Vernon L. Smith resume el significado del mercado al subrayar que en la sociedad libre “las normas emergen como un orden espontáneo, son descubiertas y no fruto del diseño deliberado de ninguna mente”.