La región sigue en plena ebullición, y nuestra atención salta de Ecuador a Chile, de Chile a Argentina, de Argentina a Bolivia y, ahora, de Bolivia a Colombia, tal como adelanté hace algunos días que iba a suceder. En efecto, es importante pronosticar algunos hechos de importancia política; caso contrario, la ciencia política tendría más de opinión e ideología que de conocimiento con capacidad de anticipar, siendo ello un elemento relevante de cualquier ciencia moderna.
Por esto mismo ahora deberíamos anticiparnos a un sitio donde, en medio de semejante conmoción regional, prácticamente nadie le ha prestado la suficiente atención: Uruguay. El caso interesa de forma especial porque la “brisa bolivariana”, que se convirtió en asmático soplido en Bolivia, asfixiando finalmente al indígena tramposo y fraudulento, podría sufrir otro revés en apenas dos días en las elecciones uruguayas.
Ya sabemos que el mismo día que Alberto Fernández ganaba en Argentina en primera vuelta, a muy pocos kilómetros de distancia Daniel Martínez, el hombre del Frente Amplio en Uruguay, no llegaba a evitar una segunda vuelta contra Luis Lacalle Pou del Partido Nacional. Pues bien, el hecho es que, según consta en sondeos y encuestas más reciente, este domingo Lacalle Pou se convertiría en el nuevo presidente uruguayo, con una ventaja de entre 6 y 8 puntos.
Este suceso será de crucial importancia, de darse así, para la reconfiguración política e ideológica de la región que se ha puesto en marcha. En efecto, hay que recordar que el Frente Amplio hace 15 años consecutivos que maneja Uruguay, en una calculada alternancia entre Tabaré Vázquez y José Mujica. Los pretendidos “buenos modales” del médico de saco y corbata, por un lado, y del ancianito con aspecto de pordiosero, por el otro, muchas veces encubren el hecho de que el Frente Amplio es, en efecto, un espacio radicalmente izquierdista.
Por ello, una de las principales guerras que el Frente ha desatado en los últimos años ha sido contra la comunidad evangélica. Adelantándose al fenómeno Bolsonaro, en Uruguay ya interpretaban la creciente politización del mundo evangélico como el peligro más determinante para los proyectos de la izquierda en la región en general. Hace más de un año, por ejemplo, nada menos que la ministra de Educación y Cultura, María Julia Muñoz, se refería a los evangélicos como “esa plaga” que “no para de crecer” y “nos pisa los talones”. (). Ayer mismo, para no irnos tan lejos, un director nacional del Frente Amplio, Federico Graña, en un curso de formación habló del evangelismo como “práctica terrorista” y definió a los evangélicos como “el peor enemigo para el continente”.
Traigo este tema a colación por un motivo bien concreto; y es que es evidente que hay un modelo de centro-derecha que ya ha expirado, que no ha hecho política, que no ha tenido más sustancia que la de sus tecnócratas, que no ha construido su propio relato y que, en una palabra, se ha desinteresado por todo aquello que no quepa en los conceptos de “gestión”, “economía” y autoayudismo colectivo barato. Y así les ha ido, al menos políticamente hablando. Me refiero, por supuesto, a los Macri, los Piñera, los Duque. Esa vieja centro-derecha de tablilla de Excel y gráficos de barra, para la cual la política es como… la empresa.
No soy evangélico, pero creo que los evangélicos constituyen una reserva moral y tienen una fuerza potencialmente política de magnitudes enormes, por su capacidad, en términos politológicos, de articulación hegemónica a altas velocidades. Ellos mismos la mayoría de las veces no lo saben; la vieja centro-derecha tecnocrática, menos. Quien sí lo sabe es la izquierda, y el Frente Amplio nos ha hecho saber, valga la redundancia, que lo sabe y bien. Tal vez en la comunidad evangélica uruguaya haya que buscar un factor de peso político en lo que suceda el domingo en la segunda vuelta. No está de más recordar que el 4 de agosto de este año esa misma comunidad movilizó a más de un 10 % del padrón a votar para abrir un referéndum contra la llamada “ley trans”. Y en términos más amplios, tampoco es ocioso considerar que hoy un quinto de toda América Latina es evangélico, cuando en los años 70 los evangélicos apenas constituían un 4 % (¿volvemos un segundo a Bolivia? Pues el candidato evangélico fue tercera fuerza, con 9 %, y Luis Fernando Camacho está directamente vinculado a iglesias evangélicas y a pastores).
Ahora bien, la pregunta que nos queda todavía es: ¿y a qué tipo de centro-derecha representará Lacalle Pou, en caso de ganar tal como se espera que suceda? ¿Seguirá un modelo de hacer política que ya ha mostrado que una “brisita” bolivariana se lo lleva puesto en un abrir y cerrar de ojos? ¿Entenderá hacia dónde se dirige lo que ya puede considerarse una nueva derecha en el mundo? Si me presionan para responder, no tengo nada alentador para ofrecer. A Lacalle Pou lo veo, en principio, más próximo a Macri que a Bolsonaro; más parecido a Duque que a Abascal. Para peor, su vicepresidente, Beatriz Armigón, es una feminista que impulsó, entre otras cosas, normas de “cuotas de género” en listas electorales. Así que ya podemos hacernos alguna idea general: la cultura, muy probablemente, seguirá en gran medida en manos del progresismo. Y habrá que seguirla, en ese caso, disputando.
Mejor, sin dudas, Lacalle Pou que cinco años más del Frente Amplio. Pero, de momento, que nuestras expectativas no rebosen los límites de lo razonable.