En Bolivia no hubo ningún “golpe de Estado” ni tampoco es cierto que la renuncia de Evo Morales se haya consumado por “presión de las Fuerzas Armadas”, tal como irresponsablemente casi todos los medios de comunicación han dicho hasta el momento. Tal es, sencillamente, el discurso (recurrente, gastado, trillado) con el que la izquierda defiende a los tiranos de sus propias filas que padecen una rebelión popular. Porque lo que ha acontecido en Bolivia es, ni más ni menos, una rebelión popular. Y no empezó ayer, ni se trató de una conspiración militar ni policial: empezó al día siguiente de las últimas elecciones del 20 de octubre pasado, cuando el fraude electoral resultó evidente para todos.
Recordemos, o mejor dicho, digamos (puesto que poco y nada ha sido dicho por la prensa), que habiéndose escrutado el 83 % de los votos, los resultados arrojaban una segunda vuelta electoral. Pero de repente, el escrutinio se frenó por más de 20 horas, y luego los resultados finales aparecieron “por arte de magia”, consagrando nuevamente como Presidente a Evo Morales, por un margen de 0,14 %. El fraude fue tan evidente, que la OEA calificó de “viciado de nulidad” el proceso.
Pero esa fue simplemente una gota más que terminó de rebasar el vaso. Porque otra vez hay que recordar que una gran cantidad de irregularidades, fraudes y maniobras antidemocráticas se vienen dando desde hace años en Bolivia.
Sin ir muy atrás, Evo estaba impedido constitucionalmente a postularse otra vez, y llamó en 2016 a un referendo solicitando al pueblo que le permitiera ser candidato una vez más, con un 84,47 % de participación, los bolivianos dijeron no. Sin embargo, el derrotado desconoció el resultado y apeló a sus amigos del Tribunal Supremo Electoral, que a fines de 2018 habilitó (en contra de la Constitución y en contra de la voluntad popular expresada en el referendo) la postulación de Evo Morales para octubre de 2019.
Morales gobernaba Bolivia desde 2006. Tantos años en el poder le permitieron hacer del Estado su propiedad y, de una u otra manera, procurar cierta legitimidad gracias a los discursos que la izquierda le sirve en bandeja, donde se reivindica la democracia pero se detesta la alternancia, y donde se habla siempre en nombre del pueblo, pero cuando éste dice otra cosa se reemplaza su voz por la de la élite convenientemente disfrazada de popular.
Es muy difícil interpretar la realidad cuando uno tiene a la mano un lenguaje convenientemente diseñado para beneficiar a las izquierdas (¿y cómo iba a ser de otra manera, si son las izquierdas precisamente las “hacedores de palabras”, como decía Robert Nozick?). Las palabras, en efecto, son nuestros “anteojos sociales”; sociales, porque forman un acervo común, pero sociales, también, porque a través de ellas evaluamos lo que pasa en nuestro entorno. Y lo que pasa, por ejemplo, en Chile, es una “rebelión del pueblo explotado contra el neoliberalismo salvaje de Sebastián Piñera”, pero lo que ocurre en Bolivia es “un golpe de Estado contra un representante legítimo del pueblo”, a pesar de que el primero haya sido elegido en elecciones confirmadamente limpias, y el segundo haya cometido el fraude electoral más evidente del Siglo XXI en América Latina. ¿O acaso no puede resumirse así el trato que los medios de comunicación le han dado a sendos episodios?
La cosa, en efecto, funciona más o menos así: cuando un gobierno de centro-derecha cae, ello se debe a una “rebelión liberadora del pueblo”; cuando un gobierno de izquierda cae, ello se debe a un “golpe de Estado”; cuando los resortes represivos del Estado actúan contra manifestantes bajo un gobierno de derecha, tenemos “violaciones a los derechos humanos”, “crímenes de lesa humanidad” y “genocidio”; cuando esos resortes actúan bajo las órdenes de un gobierno de izquierda tenemos… silencio. La norma es prácticamente infalible.
Por ello mismo nadie ha mostrado los muertos en Bolivia. Nadie ha hablado de ellos. No conviene. Porque la izquierda no mata: libera. La izquierda no viola derechos humanos: los defiende. La izquierda no roba, no secuestra, no tortura, no viola, no quita libertades: la izquierda ama y, amando, sencillamente brega por “un mundo mejor”.
¿Suena exagerado? Pues así funciona el subconsciente colectivo que, con arreglo a varias décadas del idiotización mediática, escolar y universitaria, hoy impera en todas partes. Por ello nadie ha mostrado a los muertos del régimen de Morales y nadie ha hablado de ellos. Por ello tampoco nadie muestra ni habla de los cientos de heridos y mutilados, que fue el saldo de la rebelión.
Estamos hablando de civiles y no de militares o policías. Porque la renuncia de Evo fue la consecuencia del levantamiento popular, sostenido desde el 21 de octubre hasta recién, y no de ningún golpe militar. Lo que ocurrió con las Fuerzas Armadas y de Seguridad es sencillo de entender: éstas simplemente se negaron a reprimir al pueblo de la manera en que Evo Morales lo había ordenado (la propia Central Obrera Boliviana aseveró que el plan del gobierno era un derramamiento masivo de sangre). Y es casi una ley de la ciencia política que un gobierno ilegítimo sólo puede sostenerse a través de la fuerza. Entonces, ¿qué ocurre cuando las instituciones que concentran la fuerza represiva del Estado deciden no utilizarla contra el pueblo que se ha levantado contra el gobierno ilegítimo? Pues éste caerá indefectiblemente, más tarde o más temprano.
Evo Morales no cayó por obra de las Fuerzas Armadas, sino precisamente por su omisión.