La vida no es nada más que ruido entre dos silencios abismales. Según como se use el ruido —o por el contrario el silencio— se forman ideas y por lo tanto sociedades. En el caso de las dictaduras, el silencio es el mayor socio de la impunidad.
Usuarios de las redes sociales —no todos— se quejan que sus legisladores y presidentes condonan o repudian las acciones gubernamentales de Venezuela.
Esos usuarios manifiestan que condenar al régimen de Maduro es una actitud hipócrita de sus gobernantes, que se preocupan por los problemas de otros países sin antes arreglar los problemas internos. Algo así como la frase bíblica, “vemos la paja en el ojo ajeno, y no vemos la viga en el nuestro”.
Manifestarse en contra de lo que pasa en otro país no implica de ninguna manera que los problemas nacionales sean ignorados. Por lo tanto hay que descartar esos comentarios.
Pero lo que quizá muchos de esos tuiteros ignoran, es la relevancia de que la comunidad internacional repudie las acciones de un país autoritario. Especialmente en este momento las del régimen de Nicolás Maduro en Venezuela.
Si los gobernantes de muchos países se expresan en contra de un régimen le hacen la vida incómoda al dictador; este sabe que no puede entrar a ninguna conferencia entre países, aplicar a algún programa de cooperación internacional ni tener apoyo económico ya que los otros mandatarios consideran que está haciendo las cosas mal. En otras palabras, es el niño apestoso de la colonia y nadie quiere estar a la par de ese niño.
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Con las condenas viene el cese de labores diplomáticas entre los países. Embajadores son retirados o son expulsados. Es otra manera de demostrarle al gobierno en cuestión que se está quedando solo. Hasta el más duro de los dictadores quiere aparentar que bajo su régimen todo está bien y cuando internacionalmente se manifiestan en contra de él se da cuenta que nadie se traga las mentiras con las que intenta demostrar que su país es el paraíso.
Las condenas internacionales muchas veces van de la mano de sanciones económicas —y de restricción de visas de viaje— ya sea al régimen o a los negocios de los corruptos. Qué tan útiles son esas sanciones es tema de otra columna. Pero sin dudarlo, estas acciones le mandan mensajes condenatorios al régimen.
En la otra cara de la moneda, los mandatarios que se oponen al dictador mandan un mensaje de solidaridad a los que están resistiendo. Lo cual no debe de ser subestimado. Nathan Sharansky, un ucraniano-israelí que pasó nueve años en las prisiones soviéticas en Siberia, ha narrado en sus escritos sobre la primera vez que escuchó a Ronald Reagan condenar a la Unión Soviética. Para el prisionero político fue como ver la luz al final del túnel. Pensó que por fin el mundo se enteraría de los crímenes cometidos por sus gobernantes y eso le dio esperanza.
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Es el mismo caso con Antonieta y Antonio Ledezma, Leopoldo López, María Corina Machado, otros miembros de la oposición venezolana y los estudiantes y ciudadanos que se han tomado las calles. Con la condena internacional les afirma que no están solos en su lucha y les da esperanza de que se acercan los días finales del régimen.
Además de ello, un mandatario que se expresa en contra de ideas contrarias a su pensar realiza un acto de coherencia política. Al establecer su posición contraria es consecuente con sus principios y los de los votantes que lo eligieron. Y establece qué ideas no apoyara en su propio país.
Los funcionarios internacionales que por su parte apoyan a un régimen —como los del Gobierno del FMLN en El Salvador— dejan en claro qué piensan y qué harían al estar en circunstancias similares. Lo que lanza un gran mensaje a la ciudadanía, en este caso los salvadoreños deben de saber qué es lo que el FMLN considera como algo digno de alabar.
Eso sí, critico a todos los funcionarios internacionales que hasta hace poco condenan las acciones de Venezuela. No debieron hacerlo tan tarde, no hasta que la condición de un país se salió de las manos. Venezuela lleva años lanzando gritos desesperados.