¿Qué más debe suceder en Argentina para que los argentinos se den cuenta que viven en un estado fallido? Aunque si todavía no sucedió es probable que nunca suceda.
Este 18 de enero se cumple un año de la muerte del fiscal Alberto Nisman. Pasaron 365 días y todavía la justicia argentina no ha podido determinar en que circunstancias murió. Ni siquiera la fiscal a cargo de la investigación del caso, la recientemente desplazada Viviana Fein, insinuó después de un año de supuestamente investigar, pudo brindar explicación alguna. ¿Homicidio?¿Suicidio?¿Suicidio inducido? Nadie sabe y, simultáneamente, todos sabemos.
La muerte de Nisman no es una anomalía, ni tampoco lo es que la investigación judicial muestre avances. Más bien esa ha sido la historia que caracterizó a Argentina en los últimos 25 años. Aunque si quisieramos podríamos remontarnos mucho tiempo atrás.
Es una historia que comenzó en marzo de 1992 con el atentado contra la embajada de Israel en Buenos Aires y siguió con un segundo atentado contra la mutual judía AMIA en 1994. Dos asesinatos en masa que nunca encontraron culpables. No fueron los únicos. La lista se compone de numerosos secuestros y homicidios cuyos autores nunca se conocieron ni se conocerán. Entre ellos también se pueden mencionar las explosiones de un fábrica militar en Río Tercero o el extraño accidente de helicóptero que terminó con la vida del hijo del entonces presidente Carlos Menem, ambos hecho ocurridos en 1995.
De todos los casos, el atentado contra la AMIA es probablemente el más emblemático. Un escritor de ficción nunca hubiese podido elaborar una trama tan intrincada, simplemente es demasiado inverosímil. Incluye jueces destituidos, fiscales condenados, policías enjuiciados y absueltos, pruebas plantadas por el servicio de inteligencia local, pruebas que desaparecieron y anuncios de cosas que finalmente nunca ocurrieron. Todo un berenjenal representativo de un estado fallido.
El fiscal Nisman fue el protagonista de dos capítulos importantes de aquella trama. Por un lado, la investigación sobre el rol que cumplieron altos funcionarios iraníes, quienes a través del brazo ejecutor de la república islámica, Hezbollah, habrían llevado adelante el peor atentado terrorista en la historia de Argentina. Por el otro lado, la denuncia por encubrimiento que había presentado cuatro días antes de su misteriosa muerte contra la entonces presidenta Cristina Kirchner, su canciller Héctor Timerman, y otros altos funcionarios del Gobierno argentino.
Los simbolismos de una causa que dejaron expuestas algunas las deficiencias más importantes del país terminaron incluyendo al propio Nisman. El avance de la investigación contra los funcionarios iraníes pretendió ser frustrada por un memorándum de entendimiento, que pretendía imponer un pantomima para saciar las ansias de justicia. El Gobierno de Kirchner, y su contraparte iraní, habían firmado un acuerdo para crear una comisión internacional que reemplazara al Poder Judicial que debía investigar. Finalmente ese acuerdo fue declarado inconstitucional en un tribunal de apelaciones.
El destino de la denuncia sobre la que iba a declarar ante el Congreso, horas antes de su muerte, es otro símbolo. En menos de seis meses la denuncia fue desestimada tras una cadena de complicidades con el poder de los jueces, y un fiscal, que intervinieron. La gravedad de la denuncia y los pedidos para producir pruebas adicionales fueron desoídos por magistrados más comprometidos con su relaciones políticas que con sus tarea de hacer justicia.
La reacción oficial ante la muerte de Nisman es un capítulo aparte. Desde el Gobierno elaboraron teorías contradictorias acerca de su muerte y lanzaron una operación paraoficial para ensuciar figura del fiscal. Aspiraban así a desprestigiar el trabajo de Nisman y minimizar su muerte. Antes, cuando aún estaba con vida, coordinaron un feroz ataque acusándolo de servir a intereses extranjeros. “Vamos a salir con los tapones de punta”, afirmó una diputada kirchnerista asimilando su conducta a la de una jugada desleal y agresiva en un partido de fútbol.
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Todos estos símbolos representan una estructura estatal al servicio de la impunidad. Más allá de los nombres, las operaciones mafiosas y la corrupción está enquistada hasta las vísceras del aparato de seguridad argentino, incluidos jueces, fiscales, ministros, servicios de inteligencia, y, por supuesto, las mismísimas fuerzas de seguridad. Los recordatorios de esta situación son frecuentes, basta leer lo que sucedió con tres sicarios involucrados con narcotraficantes que recientemente escaparon caminando de una cárcel de máxima seguridad. Todo un aparato estatal al servicio de la impunidad.
Este lunes se realizará un acto en conmemoración de Nisman y para reclamar justicia. Será el primero y muchos esperan que sea el último. Lo mismo ocurrió tras el atentado contra la AMIA. Cada 18 de julio miles de personas se congregan frente a la actual sede de la mutual judía para reclamar justicia y anhelar que sea el último. Desde hace 22 años se espera que sea el último. ¿Por qué con el caso Nisman va a suceder algo diferente?
Probablemente nunca se sepa que ocurrió aquel día en su departamento, en el cual la madre lo encontró tendido en el piso debajo de un charco de sangre. Una respuesta definitiva sobre lo que ocurrió en el atentado contra la AMIA, o su encubrimiento, probablemente tampoco. Y de insistir con un sistema cuya efectividad ha sido nula y que trasciende Gobiernos el futuro no parece mucho más auspicioso.