EnglishEl 27 de noviembre el presidente mexicano Enrique Peña Nieto anunciaba reformas a los cuerpos policiales de todo el país. Con una pulcritud casi insultante, en medio de un país convulsionado por la desaparición de los 43 estudiantes, Peña Nieto remarcaba la “debilidad institucional” que caracteriza a los 1.800 departamentos de policía municipales, muchos de ellos infiltrados por el crimen organizado.
Aquel anuncio, en el cual con bombos y platillos el presidente mexicano reafirmaba su compromiso por un México seguro, podría terminar junto con los ejemplos de hipocresía y desfachatez más alevosos de la historia. La versión oficial del Gobierno federal mexicano sobre los acontecimientos del 26 de septiembre en la ciudad de Iguala, donde desaparecieron los estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, está punto a sucumbir frente a la realidad.
¿Y si la policía municipal de Iguala no fue quien agredió a los estudiantes tras las órdenes del narcoalcalde Jose Luis Abarca? ¿Y si los policías federales, a diferencia de lo que sostiene la narrativa oficial, estuvieron involucrados directamente en la desaparición de los normalistas? ¿Y si la “debilidad institucional” no solo afecta a las policías municipales sino que es una característica de todo el Estado mexicano? Peña Nieto no querrá escuchar las respuestas a esas preguntas luego de las revelaciones que hizo el semanario mexicano Proceso en su edición del domingo 14 de diciembre.
Según la investigación de Proceso, el Gobierno de Peña Nieto no ilustra los hechos tal como acontecieron. Desde su salida de Ayotzinapa en ese fatídico 26 de septiembre, los estudiantes estaban siendo monitoreados por el Centro de Comando, Comunicaciones, Cómputo y Control (C4) mientras se dirigían en autobús hacia Iguala.
Pero al contrario de lo que afirma la versión oficial, ese no iba a ser el destino final, ni los estudiantes tenían pensado interrumpir un evento de María de los Ángeles Pineda Villa, la esposa del alcalde. Su alocución había finalizado dos horas antes, y según afirma el conductor de uno de los autobuses, los estudiantes habían bajado para averiguar el camino a Chilpancingo, la capital del Estado de Guerrero.
Iguala era solo un punto de paso en su viaje hacia la Ciudad de México, donde iban a participar de una protesta el siguiente 2 de octubre. De todas maneras, allí la policía federal los estaba esperando. El primer encuentro entre los estudiantes y los policías se produjo a las 21:40, exactamente 18 minutos después de que arribaran a la ciudad. Tras el primer ataque se desató el infierno. Entre las 23:00 y 24:00 las fuerzas policiales, entrenadas para matar, dispararon brutalmente contra los autobuses —emboscados— que transportaban a los estudiantes.
“¡Ya se están yendo los policías… se quedan los federales y nos van a querer fastidiar!”
A pesar de que los testimonios apuntaron contra la policía municipal, las coderas, rodilleras y pasamontañas descriptas por los testigos que vestían los policías no eran propios del cuerpo municipal, sostiene Proceso. La caravana de tres autobuses fue emboscada, con una patrulla bloqueando el paso, donde los estudiantes quedaron expuestos ante los disparos.
“¡Ya se están yendo los policías… se quedan los federales y nos van a querer fastidiar!”, advierte un estudiante en las grabaciones a las que accedió Proceso. Los vidrios estallaron por los impactos de las balas y los tapizados se tiñeron de rojo sangre.
Luego una falsa calma invadió la noche de Iguala, pero aún faltaba lo peor. Cuando los normalistas sobrevivientes se aprestaban a ofrecer una conferencia ante la prensa que cubría los desmanes, un comando abrió fuego nuevamente, relata la revista. Allí comenzó la historia de los 43 estudiantes desparecidos.
¿Cuerpos quemados?
La incertidumbre atraviesa a todos los hechos. Cuando el procurador general Jesús Murillo Karam anunció que integrantes de la banda criminal Guerreros Unidos habían matado y quemado a los normalistas, omitió mencionar que obtuvieron esos testimonios bajo tortura y que no poseía ninguna prueba de que los hechos habían sucedido como fueron manifestados en la confesión.
Tal como lo reveló una investigación de la Universidad Autónoma de México, hasta las leyes de la física desmienten a la versión oficial. Quemar 43 cuerpos no es una tarea fácil e insume tiempo y cantidades de combustible imposible pasar desapercibido:
Los estudiantes desaparecidos no eran unos cualquiera. El ataque fue orquestado contra el corazón “ideológico e institucional” de la escuela rural de Ayotzinapa, donde se imparte una ideología de izquierda radical.
“De los 43 desaparecidos, uno formaba parte del Comité de Lucha Estudiantil, máximo órgano de Gobierno de la escuela, y 10 eran ‘activistas políticos en formación’ del Cómite de Orientación Político”, informa Proceso. Las fuerzas de seguridad federales que presuntamente supervisaron la matanza y desaparición de los normalistas sabían contra quienes apuntaban.
A medida que transcurre el tiempo emergen más y más detalles espeluznantes que convierten al Estado mexicano en una peligrosa mafia.
Nadie puede decir que una masacre de semejantes proporciones es algo inesperado, en un país donde la violencia propiciada por la guerra contra las drogas ha puesto a la sociedad mexicana al borde del abismo.