Cuando Cliven Bundy decidió enfrentarse al gobierno federal, los biempensantes de siempre comenzaron a saborear el festín que se iban a dar con sus críticas. El caso Bundy es el típico que exalta a la mayoría de los progresistas, que siempre buscan chivos expiatorios y estereotipos para hacer gala de su supuesto vanguardismo intelectual y su supuesta superioridad moral. Por supuesto, al final del día, este tipo de actitudes es una demostración más de la arrogancia que los caracteriza, la arrogancia que los lleva a creerse capaces de poder controlar las decisiones económicas de las personas, o imponer ciertas conductas en nombre del bien común.
Sin embargo, el clímax llegó cuando el New York Times publicó un artículo sbre Bundy en el que se le cita diciendo:
‘Quiero decirte una cosa más que sé sobre sobre los negros’, dijo. El Sr. Bundy recordó haber pasado por un edificio de vivienda pública mientras conducía por el norte de Las Vegas, ‘y delante del edificio, la puerta por lo general estaba abierta y las personas mayores y los niños ‒y siempre hay por lo menos una media docena de personas sentadas en el porche‒ estaban ahí sin nada que hacer. Sus hijos no tenían nada que hacer. Sus niñas pequeñas no tenían nada que hacer.
‘Y básicamente vivían del subsidio del gobierno, por lo que ahora, ¿qué hacen?’, se preguntó. ‘Abortan a sus hijos, sus jóvenes terminan en la cárcel, porque nunca aprendieron a recoger algodón. Y yo me pregunto, ¿estrían mejor como esclavos, recogiendo algodón y con una vida familiar y haciendo cosas, o están mejor con el subsidio del gobierno? No consiguieron más libertad. Ahora tienen menos libertad’.
Ahora Bundy no solo era un granjero desquiciado asociado a la extrema derecha o un “terrorista doméstico”, sino que también se había convertido en un racista, ¡bingo!
Inmediatamente, personalidades que habían expresado su apoyo hacia Bundy, como el senador por Kentucky Rand Paul, o el conductor televisivo y comentarista político Sean Hannity, optaron por unirse al coro de la corrección política:
Bundy puede ser culpable de haber escogido mal sus palabras y de hacer comparaciones exageradas entre la esclavitud y el estado de bienestar; definitivamente es mejor granjero que comunicador. Sin embargo, frente a sus declaraciones, los políticamente correctos se limitaron a lanzarle epítetos como “racista”, a esgrimir argumentos contra su persona y no contra sus opiniones. Porque en el fondo, sus conceptos son acertados.
Walter Williams, economista y profesor de la universidad George Mason, que casualmente es afro-americano, y autor del libro La raza y la economía: ¿Hasta qué punto podemos echarle la culpa a la discriminación?, dedicó varios años de su vida a estudiar el impacto del estado de bienestar sobre la población afro-americana de los Estados Unidos.
Williams sostiene que el estado de bienestar ha perjudicado a la población afro-americana en áreas donde la esclavitud no lo hizo. Por ejemplo, en cuanto a la estructura de las familias, dice lo siguiente:
Hoy, apenas el 30% de los niños negros viven en familias con dos padres. Históricamente, desde 1870 y hasta la década del 40, y dependiendo de la ciudad, entre el 75% y 90% de los niños negros vivían en familias con dos padres. La tasa de ilegitimidad es hoy de alrededor de un 70% entre la población negra, un número sin precedentes.
Y el fenómeno no tiene nada que ver con la raza:
Pero esto no tiene nada que ver con el aspecto racial. Suecia es la madre del estado de bienestar y la tasa de ilegitimidad en ese país alcanza un 54%.
Por otra parte, un informe del Pew Research Center concluye que desde los años 50, la tasa de desempleo de la población negra ha duplicado sistemáticamente a la de los blancos:
En 1954, el primer año para el que la Oficina de Estadística Laboral tiene datos de desempleo según la raza, la tasa de desempleo de los blancos promedió un 5% y la de los negros un 9,9%. [En septiembre de 2013] la tasa de desempleo entre los blancos era de un 6,6%; entre los negros un 12,6%. Durante ese período, la tasa de desempleo para los negros fue en promedio 2,2 veces más alta que la de los blancos.
En este caso lo que observamos son los resultados de la legislación del salario mínimo. Las regulaciones sobre el precio del trabajo impactan fuertemente a los afro-americanos. Art Carden, profesor de economía de la universidad de Samford, en Alabama, y becario de investigación en el Independent Institute, explica como estas leyes no solo afectan a los menos capacitados, sino que además facilitan las conductas discriminatorias:
Cuando no se permite a las personas competir en base a precio, cantidad y calidad, las empresas pueden discriminar en base a algo más que la productividad.
Un empleador racista sufriría una pérdida (beneficios más bajos que sus competidores) si insistiese en “darse el gusto de discriminar” en un mercado competitivo. Cuando los precios están controlados y las condiciones de trabajo se establecen legalmente, ese mismo empleador puede satisfacer sus preferencias racistas sin recibir la merecida penalidad que le impondría el sistema capitalista.
El sistema de esclavitud institucionalizada ha sido uno los peores episodios de la historia americana, y de la historia del mundo. No creo que sea posible realizar comentarios positivos o establecer comparaciones favorables respecto al salvajismo que significó el esclavismo. A pesar de ello, y salvando las distancias, no se puede ignorar que aun hoy, en pleno siglo XXI, siguen vigentes leyes y actitudes que son más consistentes con el sentimiento de superioridad de un grupo de personas respecto a otras, y con la manera de pensar de los que creen tener derecho a controlar y disponer de la vida de los demás, que con las instituciones de una sociedad libre.
Nota del editor: El autor publicó una reflexión sobre el caso de Bundy complementaria a esta entrada en PanamPost, disponible aquí.